La mala fama de los filósofos en la antigua Roma

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

En 1947, el Fondo de Cultura Económica publicó la traducción de Wenceslao Roces de la obra monumental de Ludwig Friedlaender, La sociedad romana. Historia de las costumbres en Roma desde Augusto hasta los Antoninos. A pesar de haber sido redactado en el siglo XIX y de contar con más de mil páginas, el libro sigue leyéndose con deleite y provecho.

El penúltimo capítulo de esta obra trata del sitio que ocupaba la filosofía en la Roma de aquel tiempo. Friedlaender cuenta cómo los romanos fueron grandes admiradores de todo lo que tuviera que ver con la cultura griega. Entre los frutos de la civilización helénica que ellos importaron estuvo, como era de esperarse, la filosofía. No obstante, esa disciplina nunca dejó de tener detractores entre los romanos. Lo que reprochaban a la filosofía era que hacía que los varones se volvieran pedantes e indiferentes de los asuntos prácticos, en particular, de los políticos. El ocio que exige la filosofía no agradaba a los romanos, que privilegiaban la acción por encima de la elucubración. Virgilio, poeta nacional romano, afirmaba que mientras que otras naciones se les daba la palma de las ciencias y las artes, a los romanos se les había concedido el dominio y el gobierno del mundo. Por esa razón, si bien se aceptaba que el estudio de un poco de filosofía daba lustre a un ciudadano romano, se advertía que demasiada filosofía arruinaba su carácter y su prestigio. Tal era el caso, incluso, del emperador Marco Aurelio, de quien se burlaba el populacho por su dedicación a la filosofía. Entre la filosofía y la retórica, afirmaban autores tan distinguidos como Quintiliano, había que elegir a la segunda, por ser más útil a la sociedad e incluso más rigurosa, ya que exige la formulación de razonamientos claros y precisos que sean entendidos por cualquiera.

A los filósofos también se les condenaba por ser espíritus levantiscos, rebeldes, sembradores de caos. Séneca escribió en contra de estas acusaciones y recomendó a sus seguidores que no se opusieran al poder, que fueran discretos, que no se ostentaran públicamente como filósofos. No obstante, los filósofos fueron desterrados de Roma en el año 74 para no alterar el orden público y luego volvieron a ser expulsados en el año 95 por el emperador Dioniciano. No obstante, las cosas cambiaron a la muerte de Dioniciano y los filósofos volvieron a Roma. El emperador Trajano impulsó el cultivo de la filosofía. Posteriormente, el emperador Adriano nombró profesores públicos de filosofía que recibían un sueldo del estado.

En tiempos de Marco Aurelio, el rey filósofo, la disciplina se extendió como nunca en Roma. El estoicismo se volvió una moda entre las clases educadas. Como toda moda, degeneró en una pose. Por la ciudad deambulaban hombres disfrazados de estoicos, vestidos con un manto sin túnica, con el pelo largo y la barba abundante que miraban al resto de los mortales con desprecio. Como era de esperarse, al pueblo no le gustaba que esos sujetos que se sentían sabios y virtuosos, se pavonearan por las calles con su gesto grave y arrogante. El poeta Persio, refiriéndose a los filósofos, decía: “La gente se ríe de tales chifladuras y los muchachos jóvenes y fuertes prorrumpen en carcajadas estrepitosas”.  A la filosofía dizque cultivada por esos hombres barbudos se la veía, por lo mismo, como algo superficial, vano y, a la postre, ridículo.

No obstante, las familias romanas más ricas contrataban a un filósofo, casi siempre griego, para que educara a sus hijos. Por lo mismo, Frienlaender señala que las críticas que se hacían a la filosofía dejan ver lo mucho que se esperaba de ella entre los romanos cultos. Lo que asumía es que la filosofía estaba llamada a ser la escuela moral de la humanidad. Y si bien hubo farsantes, también hubo grandes filósofos admirados por todos. Uno de ellos fue Demetrio, del siglo I, que vivió como un mendigo y rechazó los tentadores regalos de los emperadores. Nunca lo movió el dinero ni la fama. Séneca dijo de él: “La naturaleza lo hizo nacer en nuestra época para demostrar que ni nosotros podemos corromperle ni él puede hacernos mejores”.