Masculinidad e imperturbabilidad

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Guillermo Hurtado*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

Quienes nacimos en el siglo pasadotuvimos una educación —de ésas que no se reciben en la escuela, sino en la casa y en la calle— que señalaba que uno de los rasgos más altos de la virilidad consistía en la imperturbabilidad ante el dolor, el peligro y la muerte.

Un rasgo fundamental de esa condición era no soltar lágrimas en ninguna de esas circunstancias. Tampoco había que gemir o lamentarse. Había que estar frío y sereno ante las situaciones más traumáticas y más trágicas de la propia vida.

Hay un video del torero Paquirri en donde lo llevan a la enfermería después de haber recibido la espantosa cornada que a la postre le quitó la vida. El torero está recostado mientras a su alrededor hay varias personas que tratan de pararle la copiosa hemorragia. Entonces en el video se ve que Paquirri le dice al médico con un aplomo que lo deja a uno pasmado: “Doctor, yo quiero hablar con usted y, por favor, tranquilo: la cornada es fuerte y hay al menos dos trayectorias, una para acá y otra para allá. Abra todo lo que tenga que abrir y lo demás está en sus manos”. No se alcanza a ver al médico, pero podemos suponer que en su rostro se reflejaba la gravedad mortal de la herida. Lo que es sobrecogedor es que el torero, sin quejarse, sin mostrar miedo, le diga al doctor que se tranquilice y que haga su trabajo.

De acuerdo con la doctrina de la masculinidad de aquellos años, cualquiera hubiera dicho: “¡He aquí a un hombre de verdad!”.

En efecto, hay hombres que, como se decía en aquel entonces, no se rajan frente al dolor, frente a la sangre, frente a su muerte inminente. Puede que sea un atributo que ellos tienen desde el nacimiento o quizá el resultado de una preparación de toda la vida para esos momentos cruciales. En cualquier caso, todavía hasta el siglo pasado lo que esa conducta suscitaba era admiración.

La pregunta que cabe plantearse ahora es la de por qué nos parecía admirable todo ello. ¿Qué se admiraba? ¿Un valor moral? ¿Un valor estético? Quienes optaran por el valor moral, dirían que esa imperturbabilidad se trata del cumplimiento pleno de un deber ser viril. Quienes, en cambio, optaran por el valor estético, dirían que esa imperturbabilidad se trata de una manifestación de lo sublime masculino. Otros podrían afirmar que se trata de una combinación de esos dos valores y que en ello radica la dignidad suprema de la hombría.

El mundo ha cambiado mucho. Ya ni siquiera nos queda claro que esa imperturbabilidad, reverenciada por nuestros padres y nuestros abuelos, sea algún tipo de virtud, en vez de una salvajada. Tampoco resulta obvio que, de ser una virtud, sea propiamente masculina, en vez de ser simplemente humana.

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