El matrimonio Arnolfini

TEATRO DE SOMBRAS

GUILLERMO HURTADO
GUILLERMO HURTADO
Por:
  • Guillermo Hurtado

La pintura flamenca guarda un misterio particular, uno que no tiene parangón con el de otras escuelas pictóricas. El más destacado de los maestros flamencos del siglo XV es Jan van Eyck. En la obra del artista, la representación de la realidad alcanza un nivel de detalle que no existía antes en la pintura europea.

No se trata, todavía, de un realismo naturalista; la pintura de Van Eyck casi siempre es simbólica, es decir, no es, como luego sería la de Jan Vermeer, una exhibición de las escenas del mundo doméstico. Van Eyck casi siempre pinta otro tipo de realidades religiosas. Lo que impresiona, todavía al día de hoy, es la manera tan detallada, tan nítida, con la que reproduce las partículas que conforman nuestra imaginación. En la Catedral de Gante se puede admirar su Políptico del cordero místico, obra extraordinaria que narra, en varios tablones, la historia de la creación, la salvación y la Iglesia.

Dicho lo anterior, Van Eyck es considerado uno de los padres del retratismo europeo. El cuadro que fundamenta esta afirmación es El matrimonio Arnolfini, firmado por el autor con fecha de 1434. La pieza, de 82 x 40 cm, cuelga desde 1842 de los muros de la National Gallery, en Londres. En la obra se representa a una pareja dentro de su recámara. El pincel reproduce cada detalle con una fidelidad asombrosa. Sin embargo, como lo ha revelado Erwin Panofsky, la pieza no deja de poseer numerosos simbolismos.

En El matrimonio Arnolfini Van Eyck cumple con un encargo que sólo pueden consumar los más grandes artistas. No basta con reproducir con fidelidad los rasgos físicos de las personas que aparecen en el cuadro, hay que transmitir, además, un mensaje sobre ellas. Esta información puede ser de distintos tipos: económica, social, política, pero la más importante es estrictamente individual. Un buen retrato debe ser capaz de capturar las cualidades psicológicas, morales y espirituales distintivas del modelo. Un buen retrato debe permitir que quien lo observe conozca de primera vista la personalidad más íntima del sujeto que aparece en él. Hay algo de magia negra en esta proeza. El artista captura, para toda la eternidad, la chispa que da vida a la persona.

Giovanni Arnolfini, opulento banquero italiano, pidió al pintor que certificara su unión de por vida con Jeanne Cenami. En la recámara nupcial, la pareja, tomada de la mano, comparte en silencio su secreto. La luz de la mañana envuelve los cuerpos. Un par de zuecos quedan como recuerdos de la noche anterior. Todo es perfecto. Giovanni Arnolfini ha quedado cruelmente encerrado en su propia imagen. El arte no lo libró de la muerte sino que pospuso indefinidamente su agonía. Lo acompaña su mujer, que gestará por siempre un niño en sus entrañas y un perro inocuo, que detendrá por siglos un ladrido.