Una manera de plantear el problema filosófico de la muerte es la siguiente: si yo soy irremediablemente mortal, si yo puedo morir en cualquier momento, ¿qué sentido tiene mi vida, qué valor tiene?
Obsérvese que la pregunta planteada arriba está formulada en la primera persona del singular. ¿Hay alguna diferencia significativa si planteo la misma pregunta en la primera persona del plural? Conviene hacer un contraste entre ambos planteamientos para entender mejor lo que está en juego.
Formulemos la pregunta de esa otra manera para que podamos compararlas. Digamos lo siguiente: si nosotros somos irremediablemente mortales, si nosotros podemos morir en cualquier momento, ¿qué sentido tienen nuestras vidas, qué valor tienen?
Se podría aducir que la respuesta a la primera pregunta, en la primera persona del singular, no depende de la respuesta a la segunda pregunta, en la primera persona del plural. El problema filosófico de mi muerte es el que más me interesa porque mi muerte es la que pone en duda el sentido y el valor de mi vida. Que otros mueran no afecta a ese sentido y a ese valor de la misma manera. Dicho de otra manera, el verdadero problema filosófico de la muerte se expresa en singular, no en plural.
A mí me parece que esta posición está equivocada.
Se han imaginado situaciones en las que un ser humano descubre que es el único que tiene el don de la inmortalidad. En ese caso, la mortalidad de los demás afecta el sentido y el valor que él da a su vida. Todos sus seres queridos acaban por morir y el inmortal está condenado a seguir existiendo, rehaciendo sus lazos con otros mortales a lo largo de su existencia. Esta persona puede estar acompañada en cada momento, tener amores, amigos, proyectos en común, pero, de alguna manera, vive una inmortalidad solitaria.
En el mundo real sucede algo muy diferente. Somos conscientes de nuestra mortalidad, pero también sabemos que, a menos que suceda un cataclismo, otros seguirán viviendo una vez que hayamos muerto. No vivirán para siempre, eso también lo sabemos, pero vivirán más que uno y, a su vez, conocerán a otras personas que vivirán más que ellos. De esa manera, la memoria de quienes vivieron en el pasado se puede perpetuar a lo largo de las generaciones. La antorcha va pasando de mano. Esto nos permite contemplar nuestra muerte individual de una manera menos terrible, ya que podemos confiar en que algo de uno, algún objeto, algún testimonio, algún efecto que hayamos tenido en la vida de alguien más, podrá continuar después de que nos hayamos ido para siempre.
Lo anterior no podría suceder, como ya apunté, en el caso de un cataclismo. Por lo mismo, la extinción definitiva de la humanidad no nos puede dejar indiferentes en el plano individual. No es lo mismo vivir con la expectativa de que otros seguirán viviendo después de la muerte propia, en particular, la gente que quisimos y que nos quiso, que vivir con la terrible certeza de que, en un futuro, cercano o incluso lejano, no habrá seres humanos que nos recuerden, que preserven algo de nosotros, que ocupen la casa que construimos, que pisen el suelo que nosotros también hollamos.
Por lo mismo, podemos decir que el problema de la muerte individual está íntimamente ligado al tema de la extinción de la especie humana.
En la película de Alfonso Cuarón Los hijos de los hombres, basada en una novela del mismo título de P. D. James, todos los seres humanos se han vuelto infértiles. Las consecuencias de esa calamidad hacen que el mundo cambie de manera extrema. A la gente ya no le importa seguir viviendo, hay suicidios en masa, y los que siguen vivos dejan de interesarse en las mismas cosas, dejan de valorarlas.
En esa lenta agonía de la humanidad, agonía que no es el resultado de una guerra sangrienta o de una epidemia fatal, sino simplemente de la falta de recién nacidos, todo se trastorna, las cosas ya no son las mismas. La sombra de la extinción se cierne sobre todo lo bueno, todo lo hermoso, que le pueda suceder a alguien. El escenario descrito por Cuarón es escalofriante.