Nuestro futuro, nuestra democracia

TEATRO DE SOMBRAS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Está pasada de moda –con justa razón– esa idea que los pueblos tienen un destino. Ese cuento siempre acaba mal: promete un futuro de gloria y lo que ocasiona es guerras, locuras y tragedias.

El mural Retablo de la Independencia.
El mural Retablo de la Independencia.Foto: Especial

El futuro de los pueblos, como el de los individuos, es desconocido, no porque no lo podamos descubrir, sino porque aún no existe, es decir, porque no hay algo así como un texto en el que ya esté escrito. No sabemos cómo será el futuro de México y no hay manera de saberlo porque ese futuro está totalmente abierto, es como un libro que debe escribirse diariamente para que le cambiemos de página. El futuro se inventa sobre la marcha.

Concedido lo anterior, surge la cuestión de quién o quiénes hacen el futuro de un pueblo, por ejemplo, el de México.

Entre 1810 y 1821 luchamos para que nuestro futuro se decidiera aquí, en México, y no allá, en España. Luego, cuando ya habíamos logrado ser independientes, tuvimos que volver a tomar las armas para que no fueran los estadunidenses o los franceses quienes se apropiaran de nuestro futuro. A partir de entonces, la lucha fue por la autodeterminación nacional, lo que suponía asumir la responsabilidad de que fuéramos nosotros y no otros quienes tomaran las decisiones que nos encaminaran hacia el porvenir.

Los mexicanos hemos logrado que nuestro futuro dependa de nuestras propias decisiones. Sin embargo, se plantea la cuestión de cómo hemos de tomar esas decisiones y, particularmente, de quienes, entre nosotros, tienen la responsabilidad específica de planearlas y ejecutarlas.

Ser libres de las naciones extranjeras fue apenas un primer paso para lograr ser libres de los tiranos vernáculos. En el siglo XIX no luchamos para tener un déspota mexicano en vez de uno europeo. Queríamos ser libres en el sentido más rotundo de la palabra. Por eso mismo, los proyectos monárquicos que se impulsaron en aquellos años fracasaron de manera tan estrepitosa. Y si no quisimos reyes tampoco quisimos remedos de reyes en la forma de dictadores de opereta, como fue el caso de Antonio López de Santa Anna. Todo eso lo repudiamos en su momento. Queríamos ser libres en lo individual y en lo colectivo. Por eso nos constituimos como una república liberal en 1857. Sin embargo, la ley nos quedó muy por encima de la realidad.

Durante treinta años vivimos bajo el mando de Porfirio Díaz en una peculiar dictadura formalmente constitucional y formalmente democrática. Era constitucional, porque la ley permitía la reelección y era democrática porque se realizaban elecciones con regularidad. En torno al soberano se formó un grupo de personas, muchas de ellas muy preparadas y distinguidas, que apuntaló la dictadura con el servicio que prestó al gobierno. Todos ellos coincidían en que México no estaba preparado para ser una democracia plena porque la mayoría de los mexicanos eran incapaces de asumir las riendas de su futuro ya que eran ignorantes, fanáticos, estúpidos o sencillamente seres inferiores. Ellos, en cambio, los aristócratas, los científicos, los ilustrados, sí estaban capacitados para tomar las decisiones correctas y para ejecutarlas de manera eficiente y, por lo mismo, la responsabilidad caía en ellos, grupo selecto, para encaminar a México hacia un futuro de paz, prosperidad y progreso.

Entonces sucedió algo inesperado. Un visionario, Francisco I. Madero, publicó un libro en el que sostuvo algo que en aquel entonces parecía una locura. Afirmó que México podía ser una democracia de verdad. Que el pueblo de México, todos los mexicanos y no sólo su élite, estaba preparado para tomar las decisiones acerca de su futuro. Y que no había que esperar más para que la democracia plena se hiciera realidad, que podía y, es más, debía implantarse en 1910. Su mensaje corrió como reguero de pólvora. El dictador se vio obligado a renunciar. La revolución estalló por todo el país.

Todavía al día de hoy seguimos tratando de poner en práctica lo que Madero declaró hace más de cien años. No ha sido fácil. Cuando las cosas van mal, hay quienes siguen susurrando que Madero estaba equivocado, que la democracia no es para nosotros.

Estoy convencido de que este 2024 no daremos marcha atrás. El futuro inmediato de México será decidido, para bien o para mal, por nosotros, los mexicanos, de manera democrática.