El otro día escuché en Radio UNAM una larga entrevista al escritor chileno Alejandro Zambra, en la que él se lamentaba de que la literatura en lengua española, sobre la experiencia de la paternidad, fuera tan escasa. Tiene razón.
En México, para no ir más lejos, hay obras literarias muy destacadas sobre la figura del padre, escritas por hijos o hijas —pensemos en las de Jaime Sabines, Ricardo Garibay, Helena Paz, Vicente Quirarte o Juan Villoro—, pero hay muy pocas sobre la relación con los hijos o las hijas, escritas desde la perspectiva paterna. Al escuchar la entrevista vino a mi mente una excepción notable de ese fenómeno en la literatura mexicana, la de Juan de Dios Peza.
En el cada vez más lejano siglo XX, a Juan de Dios Peza se le recitaba en las casas aficionadas a la poesía, que no eran tan pocas como ahora. Mi abuela sabía de memoria su poema “Fusiles y muñecas”, y fue así como yo lo conocí en mi primera infancia. Ya en mi juventud, en la Facultad de Filosofía y Letras, me alejé lo más posible de la poesía de Juan de Dios Peza. Me hubiera avergonzado de que mis condiscípulos me encontraran leyendo a ese poeta menor y cursi, en vez de dedicar mi tiempo a estudiar a Eliot o a Valery. Tuvieron que pasar los años para que yo comprara Cantos del hogar en una hermosa edición antigua y lo leyera por vez primera de manera desprejuiciada. Ya para entonces había tenido la oportunidad de haber leído algunos artículos de José Emilio Pacheco, que me habían ayudado a entender mejor aquel libro tan despreciado por la crítica preeminente. Me agradó el tono doméstico, sencillo e íntimo de Cantos del hogar frente a otro tipo de poesía de aquella época, más épica o más apasionada o más rebuscada. La discreta poesía de Juan de Dios Peza me resultó inmediatamente entrañable.
Tuve que ser padre y tuvieron que pasar muchos más años para que en mi más reciente relectura de los Cantos del hogar, después de haber escuchado la entrevista a Zambra, esos versos me impactaran de una manera diferente. Lo que sentí al volver a leer ese libro es que su autor me hablaba como si yo fuera un viejo amigo con quien compartía las alegrías, preocupaciones y sorpresas de su vida familiar, de la relación cotidiana con sus hijos. Imaginé que me contaba todo eso porque sabía que yo también tenía algo semejante que contarle sobre mis hijos a los que he tenido la fortuna de haber visto crecer y de que me hayan dado alegrías, preocupaciones y sorpresas parecidas. En mi fantasía hablábamos de hombre a hombre, de padre a padre y, en esa plática aparentemente trivial, íbamos desentrañando uno de los misterios de la existencia humana.