En un ensayo clásico de la filosofía del lenguaje del siglo XX, John Perry ofreció el siguiente ejemplo de un caso peculiar de identificación errónea.
Dice Perry que, en una ocasión, en un supermercado, vio un rastro de azúcar en el piso. Pensando que alguien llevaba en su carrito una bolsa de azúcar con un agujero que dejaba salir el producto, decidió seguir el rastro para avisarle a esa persona de lo sucedido. Siguiendo el rastro por un pasillo, dio la vuelta al anaquel hasta llegar al mismo lugar de donde había partido. Fue entonces que cayó en cuenta de que él era la persona que iba tirando el azúcar.
Perry afirma que él creía que alguien llevaba una bolsa de azúcar con un agujero, pero que no creía que él fuera ese alguien. Cuando lo descubre, cambia de creencia y retira la bolsa de azúcar rota de su carrito.
De acuerdo con Perry, aunque su primera creencia de que alguien llevaba en su carrito una bolsa de azúcar con un agujero era verdadera, es decir, era una descripción atinada de la realidad, no era, no podía ser, equivalente, a la segunda creencia de que él era la persona que llevaba en su carrito una bolsa de azúcar con un agujero. Para dejar de tirar el azúcar, él debía tener la creencia adicional de que ese alguien era él y nadie más. De lo anterior, Perry concluye que las creencias que incluyen términos deícticos como “yo” o “ahora” y “aquí” son irremplazables por otras creencias que, aunque describan el mismo estado de cosas, no incluyan esos términos referenciales.
La tesis de Perry tiene consecuencias importantes para la filosofía del lenguaje, pero no me ocuparé aquí de ellas. Lo que quisiera hacer es tomar el ejemplo del rastro de azúcar para reinterpretarlo como una metáfora acerca de nuestras vidas.
Digamos que cada uno de nosotros sigue sus propios rastros de azúcar. Cuando damos la vuelta al anaquel simbólico descubrimos que ese trayecto ya lo habíamos hecho antes, para bien o para mal. Pueden ser errores, pero también pueden ser aciertos. No importa. En cualquier caso, llegamos al sitio del que partimos. Es como si no hubiéramos avanzado nada a pesar de haber hecho un recorrido.
Nuestra mente esparce sus rastros de azúcar. A veces, brotan intuiciones en nuestra conciencia que nos parece que apuntan hacia algo nuevo, algo que vale la pena. Entonces, seguimos toda una secuencia de ideas, como si pasáramos las cuentas de un rosario, una por una, para luego descubrir, después de un proceso mental que puede resultar largo y complejo, que ya habíamos seguido esa ruta de reflexión y que volvemos a pensar en algo que habíamos considerado en el pasado y que lo habíamos aceptado o descartado por cualquier razón.
En nuestros actos también seguimos nuestros rastros de azúcar. A veces, encontramos señales que nos hacen seguir por un camino que hemos transitado en otras ocasiones, pero que por la fuerza de la costumbre volvemos a recorrer sin percatarnos de ello. Imaginamos que emprendemos tareas distintas, pero en realidad, lo que hacemos es repetir, en otro lugar y en otro tiempo, las mismas faenas que hicimos antes, por culpa de un atavismo ciego que nos impulsa a repetir nuestras acciones de manera involuntaria.
Más que un autoengaño, lo que padecemos, en estos casos, es un error de apreciación que no nos permite darnos cuenta de que somos nosotros mismos quienes hemos dejado las pistas que encontramos por ahí creyendo que no son nuestras.
Así como cada uno de nosotros sigue los rastros de azúcar que ha dejado a lo largo de su vida, lo mismo sucede con la humanidad entera. Quien sepa algo de historia sabe que a lo largo de los siglos los seres humanos recorremos los mismos caminos, realizamos las mismas peregrinaciones, nos lanzamos a las mismas cruzadas, una y otra vez, generación tras generación. Las huellas que seguimos no son las de aquellos de nuestros congéneres que van adelante de nosotros y nos van mostrando el camino para alcanzar una meta ignota, sino las de nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros antepasados más remotos, huellas tan antiguas que han quedado grabadas en la piedra para siempre.