Hace 100 años se fundó la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (antes formaba parte de la Facultad de Altos Estudios). Con motivo de esa efeméride se han organizado numerosos actos celebratorios.
Todos los que estudiamos en esa Facultad tenemos anécdotas que contar sobre nuestro paso por ella. Guardo en mi memoria muchos recuerdos. Comparto aquí el más antiguo de ellos.
El lunes 27 de octubre de 1980, exactamente el mismo día en que cumplí dieciocho años —la coincidencia nunca ha dejado de asombrarme— tuve mi primer día de clases en la Facultad de Filosofía y Letras. Esa mañana el recorrido en el transporte público resultó más lento de lo que había calculado. El primer autobús que debía tomar me dejaba en Avenida Revolución a la altura del mercado de flores de San Ángel y allí tenía que tomar un segundo autobús que me llevara a la Ciudad Universitaria. La parada estaba repleta de muchachos que se dirigían a sus escuelas. Nos veíamos con curiosidad, como si quisiéramos adivinar si algunos de ellos serías nuestros condiscípulos en la carrera que habíamos elegido. Aquella fue una mañana fría, nublada, como casi todas las de ese semestre escolar. Eran otros tiempos. Desde cualquier lugar de la ciudad se alcanzaban a ver los volcanes nevados y la calle olía a humo de anafre, hoja de maíz y tierra mojada.
Llegué tarde a la Facultad. El maestro ya había entrado al salón y estaba por comenzar su clase. Ese salón, el 001, me pareció enorme, le cabían medio centenar de alumnos y ya estaba repleto. Sólo encontré un asiento en la primera fila y me dirigí apenado hacia él. Saqué de mi portafolios un cuaderno de argollas que había comprado días antes. Todas sus páginas estaban en blanco, como si esperaran con el mismo fervor que yo que pronto se llenaran de nuevos conocimientos. Discretamente voltee a mi alrededor. Me asombró que hubiera tantos alumnos de primer ingreso en la carrera de filosofía. Miré de reojo hacia mi izquierda y vi que sentada junto a mí había una linda chica de cabellos rubios. Luego supe que su nombre era Manola Rius y desde entonces ha sido una amiga entrañable. El maestro, tan nervioso como nosotros, hizo una pregunta al grupo como para entrar en el tema y un tropel de manos se levantaron. Me sorprendió el nivel de las respuestas. ¡Todos parecían saber más que yo! Me sentí torpe e ignorante. Mientras escuchaba a mis compañeros discurrir con seguridad sobre la cuestión pensé que no había sabido aprovechar las largas vacaciones que había entre el final de la preparatoria y el comienzo de los cursos universitarios.
A decir verdad, no había perdido el tiempo durante el verano. Había hecho numerosas lecturas de filosofía y, sobre todo, de El ser y el tiempo de Heidegger. Podría asegurar que ese día, dentro de mi viejo portafolios, cargaba mi atesorado ejemplar de la obra del filósofo alemán, cuidadosamente subrayada y anotada en los márgenes. Guardo ese volumen gastado de El ser y el tiempo en mi biblioteca. Me enternece ver el esfuerzo de comprensión que hice entonces. Ahora sé que no entendí nada o casi nada. Tuvieron que pasar muchos años para que pudiera confiar en que sí entendía lo que leía en las páginas de ese libro tan hermético. Y si no hubiera estudiado en la Facultad de Filosofía y Letras jamás lo hubiera entendido.
Una característica de la formación, a diferencia de la mera instrucción, es que lo que se aprende va madurando lentamente dentro de uno, de manera que los frutos de la educación recibida pueden aparecer meses, años o décadas después de haber tomado una clase. Puedo decir que aquello que me aconteció con esa obra de Heidegger me ha sucedido con todo lo que estudié en la universidad desde esa mañana del 27 de octubre de 1980 hasta que acabé la carrera de filosofía en julio de 1984. No pasa un día en el que yo no descubra en mi ejercicio profesional y en mi vida personal que lo que aprendí en los salones y en los pasillos de la gloriosa Facultad de Filosofía y Letras me sigue nutriendo e iluminando.