Guillermo Hurtado

Proust y la aristocracia

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Hace cien años murió Marcel Proust. El mundo que él describió en su novela En busca del tiempo perdido ya dejó de existir y, sin embargo, por el prodigio de la literatura, sigue presente dentro de los miles de páginas de su libro.

La lectura de la novela no es tarea sencilla. Una dificultad es el tamaño de las oraciones. Nos hemos acostumbrado a leer una prosa puntual, y con esto quiero decir no sólo una prosa que va al grano, que no se pierde en digresiones, sino también una que utiliza al punto ortográfico como herramienta para generar oraciones muy breves, casi sin comas. Sin embargo, una vez que nos acostumbramos a las magnitudes del lenguaje proustiano, nos sumergimos en la novela como si nadáramos dentro de un rio caudaloso. La experiencia es tan poderosa, que cuando después abrimos cualquier otro libro de literatura, lo más probable es que nos parezca cosa menuda.  

La lectura de la novela no es tarea sencilla. Una dificultad es el tamaño de las oraciones. Nos hemos acostumbrado a leer una prosa puntual, y con esto quiero decir no sólo una prosa que va al grano, que no se pierde en digresiones, sino también una que utiliza al punto ortográfico como herramienta para generar oraciones muy breves, casi sin comas

 Hay una característica de la novela que a mí me resultó algo chocante cuando la leí en mi juventud: la veneración casi religiosa que tiene el narrador por la aristocracia. Proust provenía de una familia de la alta burguesía, pero no tenía sangre azul. De joven hizo todo lo posible para ser aceptado dentro de los estrechos círculos de la aristocracia francesa, principalmente, de la antigua nobleza, la que se remonta a la dinastía de los Capetos, aunque sin despreciar a la nueva, la que había adquirido sus títulos durante el imperio de Luis Napoleón. Los aristócratas veían con buenos ojos al joven Proust, porque sus maneras eran exquisitas, su conversación era agradabilísima, y, encima, era asaz generoso: obsequiaba enormes arreglos florales a sus anfitrionas. Puede decirse, por tanto, que Proust conoció muy bien la aristocracia francesa, tan bien como pudo haberla conocido alguien que no había nacido dentro de ella, pero que fue un observador certero de su funcionamiento interno.  

Marcel Proust, en una foto de archivo.
Marcel Proust, en una foto de archivo.Foto: Especial

Cuando uno avanza en la lectura de la novela, se percata de que la adoración del narrador por todo lo que tuviera que ver con la aristocracia, en particular, con la casa de los Guermantes, comienza a nublarse por causa de varios acontecimientos que le van restando lustre. El mundo exterior tiene mucho que ver con la decadencia irremediable de esa clase social: primero, por la polarización que sufre la sociedad francesa por motivo del caso Dreyfus, pero luego, y sobre todo, por la catástrofe de la Primera Guerra Mundial. A la muerte de la duquesa Oriana de Guermantes, epítome de todo lo que el narrador admiraba de la nobleza francesa, la decadencia de la familia ya no puede ocultarse. El Barón de Charlus, cuñado de Oriana, un hombre refinado y temperamental, termina envuelto en las redes del masoquismo homosexual. Su primo Gilbert, Príncipe de Guermantes, se casa con la viuda de Verdurin, una burguesa arribista que había tenido una tertulia pretenciosa. En el último volumen de la novela, Proust deja muy en claro que el mundo de la aristocracia anterior a la guerra ya no existía más y que, además, su fascinación juvenil por ella había sido torpe e ingenua.  

Los aristócratas veían con buenos ojos al joven Proust, porque sus maneras eran exquisitas, su conversación era agradabilísima y era asaz generoso: obsequiaba enormes arreglos florales a sus anfitrionas. Puede decirse que conoció muy bien la aristocracia francesa, tan bien como pudo haberla conocido alguien que no había nacido dentro de ella, pero que fue un observador certero de su funcionamiento

 Con el paso del tiempo, he llegado a interpretar el culto de Proust por la aristocracia de una manera acaso menos severa. Los seres humanos, por lo general, somos muy iguales en casi todos los aspectos. Todos tenemos, más o menos, la misma inteligencia, la misma estatura, las mismas habilidades. Dicho esto, todos hemos conocido algunos individuos que se destacan de los demás por ser más inteligentes o más altos o más talentosos en cualquier campo. Ante ellos podemos permanecer indiferentes —lo cual no es quizá lo más común— o adoptar dos posiciones extremas: admirarlos o despreciarlos. ¿Acaso no es comprensible que uno quiera formar parte de un grupo de personas admirables? Aunque uno carezca de sus atributos, estar cerca de ellos ya nos hace sentir como si compartiéramos sus rasgos. La veneración de Proust por la aristocracia es una manifestación de la búsqueda de lo sublime aquí en la Tierra, en este tiempo que nos ha tocado vivir. Aunque Proust se tardó en reconocerlo, esa búsqueda termina irremediablemente en la más grande de las decepciones, en uno más de los espejismos de lo humano.