Guillermo Hurtado

El tiempo recobrado

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado.*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Sucede con frecuencia que nuestra memoria guarda las cosas de cierta manera y que cuando después las volvemos a experimentar, nos damos cuenta de que no son iguales de cómo las recordábamos.

Por ejemplo, ¿por qué algunas cosas nos parecen más pequeñas con el paso del tiempo? La primera respuesta que podemos brindar es que nosotros nos hemos hecho más grandes en comparación con ellas. El pasillo de una casa puede resultar un recorrido enorme para un niño, pero, para un adulto, es un trecho muy corto. Cuando volvemos a los sitios en los que vivimos durante la infancia y nos damos cuenta de que lo que nos parecía muy grande en realidad no lo era tanto, podemos enfrentar este descubrimiento de dos maneras: una es asumir con naturalidad que nuestra percepción del tamaño de las cosas ha cambiado con nuestro crecimiento físico, pero hay otra manera, que consiste en sufrir una suerte de decepción al constatar que lo que recordábamos como grande siempre fue, en verdad, más bien pequeño. En este caso, la percepción del tamaño va ligada a una valoración de aquello que se veía más amplio de lo que era en realidad y que, por los mismos motivos, se veía también como más hermoso o más digno o más noble de lo que siempre fue.   

Este año se cumple el centenario de la muerte de Marcel Proust. En México, esta efeméride ha pasado casi desapercibida. Si hay un autor que fue capaz de describir nuestra sensación sobre las cosas pasadas es el novelista francés

Este año se cumple el centenario de la muerte de Marcel Proust. En México, esta efeméride ha pasado casi desapercibida. Si hay un autor que fue capaz de describir nuestra sensación sobre las cosas pasadas es el novelista francés. Así como sucede que recordamos los lugares en los que vivimos como más grandes y hermosos de lo que eran en realidad, también recordamos a las personas que conocimos en el pasado como más nobles, más dignas, más admirables de lo que acaso siempre fueron. La memoria puede tener el don de adornar con un revestimiento brillante nuestros recuerdos de juventud, de aquellos años cuando el mundo y, sobre todo, las personas que ocupaban un lugar prominente en ese mundo nos parecían más grandes y más majestuosas. No hay que confundir esta experiencia de decepción con el recuerdo de esas personas cuando eran más jóvenes o más importantes o más poderosas. La desilusión no consiste en constatar que todos envejecemos o perdemos gloria y fortuna, sino en que ni siquiera cuando estaban en su cima, aquellas personas correspondían a la memoria enaltecida que nos habíamos hecho de ellas.   

Marcel Proust, en una foto de archivo.
Marcel Proust, en una foto de archivo.Foto: Especial

En el último volumen de la novela de Proust En busca del tiempo perdido, el narrador regresa, después de varios años, a algunos de los lugares que frecuentó en su juventud y se encuentra, también con algunos de los personajes que conoció en aquellos sitios. El mundo ya no es el mismo, la primera Guerra Mundial ha cambiado todo de una manera profunda, pero más allá de esa circunstancia, el narrador no puede dejar de quedarse con la impresión de que el escenario deslumbrante del siglo XIX que conoció en su mocedad ya no existe y que lo que queda exhibe una penosa decadencia. El joven narrador admiraba el entorno de la alta nobleza, en particular, de la familia Guermantes, que le parecía formado por semidioses, personas por encima de los demás mortales. En la última parte del libro, el narrador acude a una recepción en la mansión de la princesa de Guermantes. La anfitriona ya no es aquella otra princesa que él conoció en su juventud, Marie-Gilbert, mujer de una maravillosa belleza y encanto incomparable. No, la nueva princesa era, nada más y nada menos que la Señora Verdurin, a quien también él conoció en aquel entonces, una mujer ambiciosa, pretenciosa, chismosa, que soñaba con tener un círculo artístico y social. Después de enviudar se había casado con el viejo Príncipe y había logrado entrar, de esa manera, en lo más rancio de la aristocracia francesa. El ambiente que el narrador admiraba con tanto fervor queda expuesto, así, como un patético desfile de frivolidades.  

La memoria puede tener el don de adornar con un revestimiento brillante nuestros recuerdos de juventud, de aquellos años cuando el mundo y, sobre todo, las personas que ocupaban un lugar prominente en ese mundo nos parecían más grandes y más majestuosas. No hay que confundir esta experiencia de decepción con el recuerdo de esas personas cuando eran más jóvenes o más importantes o más poderosas

Nuestra memoria va creando una mitología que la da un orden, no sólo cronológico, sino también moral a nuestra existencia. Cuando llegamos a la edad madura y comparamos esa mitología con la realidad en la que estuvo inspirada, tenemos que afrontar el hecho de que, como toda mitología, aquella, la de nuestros recuerdos, ha sido, más que nada, una ilusión.