Cuando comencé mis estudios de filosofía del lenguaje en el Instituto de Investigaciones Filosóficas, allá por 1982, dos eran los autores más estudiados y admirados: Quine y Wittgenstein. También se admiraba y estudiaba a Davidson, es cierto, pero siempre con la idea de que no se le podía comprender cabalmente sin compararlo con su maestro Quine. Recordando esos años, creo que yo me veía a mí mismo como un quineano.
No porque estuviera de acuerdo con sus propuestas, por el contrario, estaba en desacuerdo con casi todas ellas, sino por el espíritu que guiaba su trabajo filosófico. Lo que me inspiraba de la filosofía de Quine y de Quine mismo eran su dominio de la lógica matemática, su defensa de la economía ontológica, su fidelidad a los datos duros de la física y la psicología conductista, su lucha ilustrada contra los dogmas de cualquier tipo y procedencia, la elegancia de su estilo, su cultura enciclopédica y la estatura de su intelecto.
Desde su muerte, el 25 de diciembre de 2000, las cosas han cambiado mucho. El lugar de Quine en el escalafón de la filosofía ha descendido. No sólo en México, en donde yo diría que ya nadie más lo estudia, sino en el resto del mundo. Creo que son varias las razones del ocaso de su fama. Una de ellas es que se encontraron fallas en los argumentos que ofreció en favor de sus tesis principales. Curiosamente, en el caso de un filósofo que defendió la lógica y la razón más que nadie, quizá no sean sus argumentos lo que se recuerden de él, sino la fuerza impactante de algunas de sus metáforas. Por ello, son pocos los que ahora ven con malos ojos a la noción de analiticidad, o piensan que la indeterminación de la traducción es un fenómeno importante o rechazan la lógica modal o la cuantificación de segundo orden. El impacto de la obra de filósofos como Kripke o Lewis, que se opusieron a Quine en su momento, sigue siendo muy fuerte. Otra razón, menos filosófica, parece ser la de un ajuste de cuentas en la alta política de la filosofía norteamericana. Y es que Quine ejerció una influencia enorme en el curso de la filosofía norteamericana durante casi toda la segunda parte del siglo XX. Podríamos decir que Quine fue algo así como el mandarín de la filosofía estadunidense durante varias décadas. Esto no significa que no tuviera oponentes poderosos, pero sí que su manera de ver las cosas fuera la que ocupara el centro de la filosofía académica estadunidense. Al derrumbarse esta hegemonía fueron otros los autores que se estudiaron y alabaron. Pienso que este olvido en el que se encuentra la filosofía de Quine no debería prolongarse. Cualquier libro acerca de lo que fue el empirismo tendría que empezar con Locke y acabar con Quine. Por otra parte, la filosofía de Quine fue la columna vertebral de la filosofía analítica estadunidense. Enlazó la filosofía de Russell y del positivismo vienés con el pragmatismo de Peirce James y Dewey. Hay en la filosofía de Quine mucho que aprender, mucho material para reflexionar, muchos argumentos ingeniosos, muchas metáforas sugerentes. Creo que perderíamos demasiado si no lo recordáramos como es debido.
Quine vino a México en varias ocasiones. Además, hablaba español. En sus memorias, Quine cuenta que una vez que vino a México para dialogar con filósofos analíticos mexicanos quedó desilusionado de que todo el encuentro fuera en inglés. Ya que mencionamos sus memorias, llama la atención lo poco que en ese libro se ocupa de su vida privada. En momentos, el libro se reduce a ser una enumeración de todos los lugares del mundo que visitó, lista que asemeja más a un folleto de una agencia de viajes que a unas memorias. Recuerdo que le comenté esto a Davidson y que le pregunté por qué pensaba él que Quine hubiese escrito unas memorias tan poco reveladoras de su interioridad. Sin pensarlo demasiado, Davidson me dijo, “bueno, eso es Quine”. Yo me pregunto, sin embargo, si acaso Quine guardaba su interioridad para sí mismo. Después de todo, el que no hubiera evidencia conductual de ella, no implica que no existiera. Y lo mismo, dicho sea de paso, podríamos decir de los significados lingüísticos.