El soberbio castellano

TEATRO DE SOMBRAS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

Cuando era niño me cautivaba la figura de Rodrigo Díaz de Vivar. Sabía de él por algunos libros infantiles que tenía en mi casa, pero, sobre todo, porque vi en el cine la película sobre el personaje estelarizada por Charlton Heston. Pasaron los años y me sorprendió que mi hijo pequeño también quedara fascinado por el personaje de El Cid. ¿Qué tiene Rodrigo Díaz de Vivar que nos sigue atrayendo después de tantos siglos? ¿Por qué los hombres (en especial, nosotros, no sé si sucede lo mismo con las mujeres) nos sigue cautivando su leyenda?

Me volví a plantear estas preguntas después de releer un librito que nunca tengo lejos de mi cabecera: Cancionero de romances viejos, editado por Margit Frenk y publicado por la UNAM en numerosas ocasiones.

A diferencia del Cantar del mio Cid, que narra la vida del héroe en sus últimos años, los romances sobre el Cid nos narran episodios de su juventud. Mas no sólo se distinguen el cantar de los romances por una cuestión cronológica en torno a la vida del héroe, sino que el carácter del personaje mismo resulta diferente. Mientras que en el cantar el Cid es un hombre prudente y honrado, que sufre injusticias por parte de personas poderosas que le tienen envidia y ojeriza, en los romances sobre el Cid se nos presenta como un “soberbio castellano” un joven que es, en palabras de Margit Frenk, “altivo, rebelde, brusco, temido por reyes y papas”. En cualquier caso, sabemos que uno fue Rodrigo Díaz de Vivar, el hombre de carne y hueso, el personaje histórico y otro es el personaje literario de los romances, cantares, obras de teatro, novelas, películas y series de televisión, que participa en sucesos que no existieron jamás, como la célebre jura de Santa Gadea en la que se cuenta que el Cid obligó al Rey Alfonso VI de León a jurar que no había tenido nada que ver con la muerte de su hermano Sancho II de Castilla.

En uno de romances recogido en la antología a la que me he referido, el joven Rodrigo —que todavía no se había ganado el sobrenombre de el Cid campeador— acompaña a su padre, con trescientos caballeros, a visitar al rey. Todos se bajan de sus caballos y besan la mano del monarca, excepto Rodrigo que sigue en su caballo y no se postra ante el soberano. Su padre lo reprende y le ordena que bese la mano del rey. Rodrigo le responde: “Si otro me lo dijera, ya me lo hubiera pagado, mas por mandarlo vos, padre, yo lo haré de buen grado”. En otro romance, Rodrigo viaja junto con el Rey Sancho a Roma y tampoco le besa la mano al pontífice porque “no lo había acostumbrado”. No para ahí la majadería de Rodrigo que, al entrar a la capilla de San Pedro, descubre que la silla del rey de Francia está colocada en un mejor lugar que la de su rey castellano. Furioso cambia las sillas de sitio y ofende a un noble francés que le recriminó por sus actos. El Papa se entera del desaguisado y lo excomulga. Es asombroso lo que entonces, como lo cuenta el romance, le responde Rodrigo: si no me absolvéis, os irá mal, y con vuestras ricas ropas yo vestiré mi caballo. Al oír esta terrible amenaza, el Papa le absuelve y Rodrigo vuelve tan campante a Castilla.

La soberbia del joven Rodrigo Díaz de Vivar no tiene límite. Es capaz de ofender al rey e incluso de amenazar al Papa. Le temen por su carácter airado y por la fuerza de su brazo, no por la justicia de sus actos o por la honra de su nombre.

¿Qué nos atrae del personaje del joven Rodrigo? ¿Qué nos cautiva de la figura de ese joven orgulloso que insulta a reyes y papas? Creo que la respuesta es que lo que nos seduce de ese joven es su soberbia frente a los poderes terrenos. Para ese joven Rodrigo no hay más autoridad que la de su espada. Quizá nuestra admiración brote de un espíritu indómito, muy hispano, que se niega a someterse a cualquier dominio, por legítimo que resulte.

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