Guillermo Hurtado

Sobre la supresión de los partidos políticos

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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La democracia no está en crisis, lo que está en crisis es un modelo particular de ella que se nos ha querido imponer como el único realizable.

Uno de los elementos constitutivos de dicho modelo es la existencia de los partidos políticos. De acuerdo con la concepción imperante, la democracia se entiende como la competencia pacífica entre los partidos políticos para acceder al poder. En algunos países, sólo hay dos partidos en juego, en otros países, hay más de dos, pero, a fin de cuentas, la idea es la misma: los ciudadanos votan por un partido en las elecciones y el partido ganador es el que se encargará de gobernar en nombre de ellos mientras dure su mandato.  

 La democracia partidista puede degenerar en lo que se conoce como la partidocracia. En esa circunstancia, los partidos no velan por los intereses de los ciudadanos, sino por los de sus integrantes y los de sus socios. Los partidos políticos se convierten, entonces, en algo semejante a organizaciones criminales con carta blanca para expoliar a la nación mientras ocupan el poder. El único alivio es que, como hay elecciones, pueden ser reemplazados por otro partido político. Sin embargo, la enfermedad del sistema consiste en que el partido vencedor se dedicará a lo mismo que el anterior: a lucrar desde el poder mientras dure su gestión.  

De acuerdo con el análisis anterior, para salvar a la democracia hay que salvarla de los partidos políticos tal y como los conocemos. Para que la democracia tenga futuro, debemos imaginar y poner en práctica otros modelos de democracia.  

En su ensayo “Apuntes sobre la supresión general de los partidos políticos”, la filósofa francesa Simone Weil (1919-1943) desarrolló un argumento en contra de los partidos políticos que merece nuestra atención. La crítica de Weil va muy a fondo. No sólo pone en cuestión las formas políticas que están detrás de los partidos políticos, sino las formas de pensar que nos hacen adoptar partido acerca de cualquier tema —sea político o no— que se debata en la opinión pública.  

Lo que Weil afirma es que los modos de la política partidista han infectado, por así decirlo, nuestros modos de pensar acerca de otros asuntos cotidianos. La cito: “Casi por todas partes, e incluso a veces por problemas puramente técnicos, la operación de tomar partido, de tomar posición a favor o en contra, ha sustituido a la obligación de pensar. Es una lepra que tenido origen en los ambientes políticos y se ha extendido, a través de todo el país, casi a la totalidad del pensamiento. Es dudoso que se pueda remediar esta lepra que nos mata si no se comienza por suprimir los partidos políticos”.  

Weil afirma que desde la escuela elemental se nos enseña a estar a favor o en contra de alguna posición, sea de política, moral, ciencia o filosofía. Lo que se entiende por una “buena educación” consiste en elegir una opción y, después, debatir en favor de ella por medio de los mejores argumentos y mostrando tolerancia al oponente. Pero esto no es enseñar a pensar, sostiene Weil, porque la cartografía reducida de las opciones limita nuestra capacidad para imaginar soluciones distintas, para construir consensos prácticos, para gobernarnos a nosotros mismos de una manera individual y colectiva. No puede haber democracia genuina en una circunstancia como la anterior. Vuelvo a citar a Weil: “un partido político es una máquina de fabricar pasión colectiva; un partido político es una organización para ejercer presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno de sus miembros; el primer y, en última instancia, único fin de todo partido político es su propio crecimiento, y esto sin límite alguno”. 

Weil nos invita a hacer política —política democrática, que quede claro— sin que las etiquetas partidistas nos amarren a posiciones irreductibles. Weil nos invita a una democracia fundada en las razones concretas y no en las razones abstractas, mucho menos en las pasiones ciegas. Su propuesta de suprimir a los partidos políticos —a todos sin excepción— puede parecer radical, pero lo que se propone es obligarnos a pensar acerca de la que quizá sea la pregunta fundamental de nuestros tiempos: ¿qué otra democracia es posible?