Vivir cien años

TEATRO DE SOMBRAS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

La esperanza de vida ha crecido de manera espectacular. Cada vez hay más ancianos y esos ancianos cada vez viven más. En 1970, la esperanza de vida en México era de 61 años. Ahora es de 75. Podemos suponer que esa tendencia seguirá aumentando, sobre todo para el sector de población que tiene acceso a cuidados médicos avanzados.

El progreso de la medicina nos hace suponer que una persona que hoy tiene 40 años podrá alcanzar los 100 con relativa facilidad. Las consecuencias de que este escenario se haga realidad son impactantes.

Que vivamos más años no implica que los vivamos de manera plena y satisfactoria. Aunque no se padezcan enfermedades mortales, el deterioro físico y mental es inevitable. Por lo mismo, que la esperanza de vida pase de los 75 a los 100 años puede significar que lo que se sumará a nuestra existencia serán 25 años de dolores, molestias, padecimientos, incapacidades, estrecheces y humillaciones.

El incremento de la esperanza de vida ha coincidido con otro fenómeno: el del descenso en el número de nacimientos. La suma explosiva de estos dos procesos demográficos está generando un escenario preocupante a nivel global. Cuando hay más ancianos que niños, la carga sobre los jóvenes y los adultos jóvenes para ocuparse del sostén y el cuidado tanto de los niños como de los ancianos cada vez es mayor.

Quien va señalando el rumbo de cómo podrá ser el mundo dentro de medio siglo es Japón. En el país asiático, el treinta por ciento de los habitantes tiene más de 65 años y el diez por ciento más de ochenta años.

La expectativa de alcanzar los cien años debe ser contemplada con mucha seriedad por quienes ahora tienen 40 años. No sólo deben planear sus gastos para los próximos 35 años, asumiendo que vivirán unos 75 en promedio, sino que deben planearlos para los próximos 60, en la eventualidad, cada vez menos improbable, de que lleguen a los 100.

La planeación para una vida centenaria no sólo debe tomar en cuenta aspectos financieros –es decir, las previsiones para que el dinero alcance para todo ese tiempo– sino que también debe obligarnos a hacer planes que involucren a los miembros de nuestra familia y nuestro círculo cercano. Por ejemplo, un padre de cien años puede tener un hijo de 80 años que sea incapaz de cuidarlo por padecer, a su vez, de una condición precaria. Si hay un nieto de 60 años con fuerza y buena salud, la responsabilidad del cuidado del abuelo y del padre recaerá sobre él. Todo eso, por supuesto, siempre y cuando el hombre de 100 años haya tenido, por lo menos, un hijo, y luego éste, a su vez, le haya dado un nieto. Sin embargo, las probabilidades de que esto sea el caso cada vez son menores.

Si el problema no es resuelto por la estructura familiar, tiene que ser asumido por el resto de la comunidad y, en dado caso, por el Estado. Para ello, se tendrá que hacer una rigurosa planeación de mediano y largo plazo.

En algunos países desarrollados, el Estado brinda a los ancianos que viven solos el apoyo de profesionales de la salud y del cuidado de la tercera edad que los visitan en sus domicilios para ocuparse de ellos. Esa estrategia, sin embargo, es muy costosa. Otra opción es la de construir más asilos de ancianos en donde se les pueda concentrar para recibir la atención requerida. Sin embargo, esta estrategia tiene otros inconvenientes.

El tema de qué hacer con los ancianos no sólo debe preocupar a quienes ahora tienen 60 años, debería ser, también un tema que preocupara —y mucho— a quienes ahora tienen 40, porque, como ya dije, serán ellos quienes enfrentarán una problemática todavía más grave.

Lo que no podemos seguir haciendo es ignorar esta realidad, hacer como si nada pasara. El asunto se debe poner en el centro del debate público y discutirse de una manera democrática. En otras palabras, las soluciones colectivas tendrán que responder a los intereses de todos los integrantes de la sociedad, sin excluir a nadie. Para ello, habrá que encontrar una manera de que el diálogo intergeneracional sea fluido, productivo y generoso. La humanidad entera estará puesta a prueba.

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