A 10 años de la reforma electoral del 2014

ENTRE COLEGAS

Horacio Vives Segl<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Horacio Vives Segl*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

El próximo 10 de febrero se cumplirá una década de la última reforma político-electoral aprobada en el país. Si bien sus temas fueron de gran vastedad y profundidad, podemos revisar algunos efectos de su operación a esta distancia temporal.

Lo más importante, por supuesto, es que aquella reforma, como todas las que se han aprobado desde 1990, fue fruto del acuerdo de distintas fuerzas partidarias que se sentaron en la mesa de negociaciones para obtener un resultado que, al margen de las ganancias y cesiones calculadas por cada partido, sirvió para actualizar y fortalecer el complejo y cambiante marco constitucional y legal en materia electoral. Ese talante reformista fue producto de la pluralidad política, de la legitimidad democrática del gobierno en turno y del impulso colaborativo de las oposiciones.

La reforma del 2014 fue aprobada con el consenso de las entonces mayores fuerzas políticas, que representaban en conjunto 88% de los votos emitidos en las elecciones previas (2012). Es decir, fue resultado de un proceso de debates y negociaciones que llevaron al consenso, y no un disparate autoritario del régimen en turno, como el intento de reformas del 2022 que la Suprema Corte invalidó, o como la iniciativa constitucional en la materia anunciada esta semana por el Ejecutivo, que parece condenada al fracaso en el Legislativo, precisamente por no contar ya no se diga con el consenso de ningún partido político fuera de los de la coalición gobernante, sino que ni siquiera se intentó obtener previamente su opinión.

La consecuencia de mayor calado de la reforma electoral del 2014 fue la creación del Instituto Nacional Electoral, que sustituyó al IFE y, con ello, el establecimiento de un sistema nacional de elecciones, con autoridades híbridas, obligadas a coordinarse en la organización de elecciones crecientemente complejas.

Desde entonces, y hasta la fecha, se han celebrado ejemplarmente elecciones en todos los ámbitos y rincones del país, con altas tasas de alternancia, organizadas por personal del servicio profesional electoral y con acompañamiento ciudadano en los momentos clave: la recepción, resguardo y cómputo de los votos en las jornadas electorales.

Gran acierto de la reforma de 2014 fue la paridad de género en la postulación de candidaturas al Congreso de la Unión, que ha llevado a que, en las dos últimas legislaturas, la Cámara de Diputados esté integrada de forma paritaria. Otro cambio importante y atinado fue la reelección legislativa consecutiva, una buena medida para revertir el eterno amateurismo parlamentario en México.

En cuanto a las candidaturas independientes, después del entusiasmo inicial —una gubernatura y dos postulaciones en la elección presidencial del 2018— parece que la ciudadanía las ha puesto en su lugar: funcionan mejor en los ámbitos de representación más inmediatos (ayuntamientos y congresos locales). No es gratuito que en el proceso electoral federal en curso no haya ninguna candidatura presidencial ni senatorial independiente.

Finalmente, la “autonomía” con el cambio de la PGR a la Fiscalía General de la República. Contrariamente a lo que opina el presidente, los órganos autónomos funcionan bien… cuando realmente son autónomos. Lo contrario ha quedado muy claro, tanto en la Fiscalía como en la CNDH. Sepa disculpar el lector el terminar con esta nota de espanto.

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