Ahora que estamos en el cierre de la muy intensa temporada de debates de cara a las elecciones generales del próximo 2 de junio, es pertinente recordar cuán recientes son estas necesarias prácticas democráticas. Esto, si se piensa que el 12 de mayo se cumplieron, apenas, 30 años del primer debate presidencial en México.
Ya veníamos bastante rezagados con respecto al histórico primer debate televisado —en blanco y negro— en Estados Unidos en 1960, que enfrentó a Richard Nixon contra John F. Kennedy. Si bien se realizaron cuatro debates, aquel primer debate fue definitorio para cambiar percepciones y que JFK ganara la Presidencia de EU.
Pero volvamos a nuestro país, que en aquellas décadas no gozaba, ciertamente, de salud democrática. Las de 1994 fueron las primeras elecciones presidenciales no organizadas por el Gobierno. Ya existía el Instituto Federal Electoral, aunque en aquel entonces la autoridad electoral no tenía los “dientes” con los que actualmente cuenta el Instituto Nacional Electoral. Fue así que aquel debate se realizó gracias a la buena voluntad de los candidatos y sus partidos.
Dado que no había reglas vinculantes, el debate —moderado por Mayte Noriega— fue organizado por la Cámara Nacional de la Industria de Radio y Televisión y, si bien 9 candidatos estaban en dicha contienda, el primer debate presidencial en México contempló sólo a los tres punteros. A pesar de lo acartonado y conservador del formato pactado, fue un extraordinario y novedoso ejercicio de cara a la ciudadanía. Participaron Cuauhtémoc Cárdenas, en su segundo intento por alcanzar la Presidencia; Ernesto Zedillo, que apenas tenía unas semanas de haber tomado la estafeta de la candidatura priista tras el asesinato de Luis Donaldo Colosio; y Diego Fernández de Cevallos, el abanderado panista. A pesar de las limitaciones del formato, en ese ejercicio de esgrima mental que son los debates, Diego Fernández de Cevallos, con solvencia, fue contundente y convincente y dio clase magistral de cómo conducirse en un debate presidencial.
Curiosamente, ese caso es ejemplo claro de algo que se discute en torno a quiénes deberían participar en debates cuando hay excesivos contendientes, de si deben participar todos o nada más aquellos punteros, con posibilidades de triunfo y que resulten del interés de la ciudanía. En defensa de que participen todos los contendientes en el caso de candidaturas que no son competitivas, sin posibilidades de triunfo, de escaso interés público y que son ignorados por los contrincantes en los debates, está el argumento de que es antidemocrático excluirles. Además, un debate representa un magnífico escaparate para darse a conocer. Dejar sólo a los tres interesantes y punteros y excluir a todos los demás, fue posible en 1994 porque el organizador fue un ente privado y no existían reglas ni autoridad electoral que obligara que candidatos asistieran a los debates requeridos.
Con la reforma de 2007 en materia de comunicación político-electoral se estableció que las candidaturas presidenciales tienen que asistir, al menos, a dos debates. En esa lógica se agradece el dinamismo en los formatos y papel de los moderadores desde los debates presidenciales de 2018.