Colombia y México son dos países que en estos días experimentan efervescencia electoral. El domingo pasado se celebraron las elecciones presidenciales de primera vuelta en búsqueda del sucesor de Iván Duque en el Palacio de Nariño.
Y el próximo 5 de junio habrá elecciones para renovar 6 gubernaturas en México, tema que será motivo de análisis en una siguiente colaboración. Pero, no alejándome del asunto, hoy me refiero a la aberrante aprobación en el Congreso de la Ciudad de México de una Reforma Electoral que atenta contra la autonomía e imparcialidad del Instituto Electoral de la capital.
Como he sostenido, en los últimos tiempos es cada vez más común que se le presente al electorado, si bien le va, la opción entre una alternativa demócrata liberal frente a un populismo —sea de derecha o de izquierda— o, en el peor de los casos, dos opciones populistas, tendencia acentuada desde 2016 (año de la elección de Trump en Estados Unidos y los referéndums sobre el Brexit y el proceso de paz, precisamente, en Colombia). Ahora, de nueva cuenta fallaron las encuestas y no se vio venir la enorme sorpresa de la elección presidencial colombiana: que el populista outsider Rodolfo Hernández, con escasa experiencia política, desplazara a Federico Gutiérrez del segundo lugar y haya de disputar el ballotage a Gustavo Petro, el cantado triunfador de la primera vuelta.
Hasta antes del domingo, parecía que Petro iba a tener una borrascosa, pero segura llegada al poder, para que Colombia experimentara, a partir de agosto, el primer gobierno de izquierda en su historia; pero lo que acabó ocurriendo introduce una gran incertidumbre al tablero electoral y las cuatro semanas por delante serán trepidantes. Pase lo que pase, Colombia se suma a los ya muchos casos de segundas vueltas con opciones democráticamente cuestionables; por citar sólo algunos casos, así pasó en las dos últimas elecciones presidenciales en Perú y la última en Brasil. Poco halagüeño es hoy el panorama en Colombia.
Pero por la capital mexicana tampoco soplan aires democráticos. Sin más justificación que sus fobias, se aprobó una Reforma Electoral avalada por Morena y sus aliados legislativos en el Congreso de la Ciudad de México, que debe llamarnos a fortalecer la defensa de las autoridades electorales. Desde su creación en 1999, el instituto electoral capitalino ha sido una institución ejemplar en la construcción y consolidación de la democracia chilanga.
En más de 20 años de eficacia comprobada y profesionalismo creciente, nunca la autoridad electoral capitalina se había visto asediada de tal forma, sino hasta la llegada de la administración actual. Desde 2020, la fracción mayoritaria en el Congreso local —del partido de la Jefa de Gobierno— ha recortado el presupuesto del órgano electoral sin la menor consideración al cumplimiento de los mandatos constitucionales y legales que le corresponden. Y ahora, se aprueba una reforma pintada de odio y venganza política desatinada. Hay que decirlo con claridad: no es culpa del IECM que la ciudadanía le haya dado la espalda al partido gobernante en las pasadas elecciones. Ojalá prospere una acción de inconstitucionalidad para parar semejante despropósito.
El ataque al IECM nos llama a todos los que defendemos la autonomía de las autoridades electorales: es imprescindible evitar que se replique en otros estados y, por supuesto, a nivel nacional. El riesgo es alto.