Toda elección presidencial tiene características que la hacen única, más allá de la trascendencia del cargo que está en juego.
En el caso mexicano, la de 2024 será nuevamente la más grande en la historia, no sólo por el efecto mecánico del crecimiento del padrón electoral y del número de casillas a instalar, sino, también, por la concurrencia de las elecciones federales (la Presidencia, las 128 senadurías y las 500 diputaciones del Congreso de la Unión) con cada vez más elecciones locales. Están, pues, en disputa nada menos que 20,708 cargos de elección popular. Esto es, una inmensa mayoría de la clase política mexicana se juega su destino el 2 de junio.
Pero, además, en este proceso electoral hay otras cuestiones de suma importancia —tal vez demasiada— que están en riesgo. No es una exageración el diagnóstico compartido de quienes creemos que la viabilidad democrática del país podría quedar severamente comprometida, dependiendo del resultado de la elección. Esto lleva tiempo preocupando a un sector importante de la ciudadanía que sabe que la democracia mexicana —que tanto trabajo ha costado construir en una lucha que ha abarcado varias generaciones— está actualmente bajo acecho, más allá de la simple celebración de elecciones.
En esa lógica se inscribe la marcha por la democracia celebrada el pasado domingo 18 de febrero. Si bien “la marea rosa” tuvo su centro neurálgico en el masivamente ocupado Zócalo de la Ciudad de México, el ejercicio se reprodujo en unas 120 ciudades de México y el extranjero. Se trató de la cuarta concentración promovida en un lapso de 15 meses por diversas organizaciones de la sociedad civil, que han ido sumando como propósitos la defensa del INE, la autonomía del Poder Judicial y la institucionalidad democrática y el orden constitucional.
Cada una de estas marchas se ha dado en respuesta a embates autoritarios que, afortunadamente, se han logrado atajar: primero, el intento de reforma constitucional electoral regresiva, rechazada por no reunir la mayoría exigida de dos tercios de diputados y senadores; después, las reformas legales inconstitucionales, conocidas como “plan B”, declaradas inválidas por la Suprema Corte; ahora, la batería de iniciativas de reformas constitucionales y legales que pretenden, nuevamente, socavar a las autoridades electorales, al Poder Judicial y a los organismos constitucionales autónomos; en suma, a la institucionalidad democrática y al orden constitucional en su conjunto. Nuevamente, estará en manos de los representantes populares atender ese rechazo expresado por amplios sectores de la ciudadanía.
Estamos pues, también, en presencia de un proceso electoral inédito en tanto que la ciudadanía ha adquirido un papel protagónico en la defensa del voto y de la democracia, como no se había observado en varias décadas. En cuatro sexenios no habíamos presenciado el nivel de interferencia y voluntad activa de intervención en los procesos electorales que hoy vemos en quien, como Jefe del Estado, debería mantenerse, como regla general, imparcial. Hoy vemos cómo, en cada conferencia matutina, sistemática y deliberadamente se polariza a la sociedad y se desnivelan alevosamente las condiciones de la competencia.
Finalmente, hay que reconocer la acertadísima selección de Lorenzo Córdova como orador único de la marcha del 18 de febrero. Su talante democrático, su innegable carisma y su infatigable defensa de la autonomía del INE —incluso en contextos de graves ataques institucionales y personales— confluyeron en un memorable discurso político.