El lunes se cumplió un año de la primera marcha en la que la sociedad civil salió masivamente a las calles y plazas del país para, genéricamente, defender al INE y a la democracia pluralista mexicana ante la amenaza de una reforma constitucional autoritaria y regresiva.
Con el paso de los meses y el incremento de los ataques por parte del régimen, las protestas igualmente se diversificaron y, en la misma lógica, llegaron a la afortunadamente peculiar defensa ciudadana de la independencia del Poder Judicial.
No es privativo del país el embate a la autonomía de la judicatura. Es lo propio de varios gobiernos a los que les incomodan los contrapesos y la rendición de cuentas. En este contexto hay que entender el aviso de renuncia del ministro de la Suprema Corte, Arturo Zaldívar.
Su cuestionable actuación de los últimos meses empaña y oscurece para siempre aquello que hubiera sido rescatable de su previa carrera como ministro. Se dice, y con razón, que los jueces hablan a través de sus sentencias y que, por eso, suelen tener un perfil público bastante reservado. Zaldívar, primero como presidente de la Corte y, luego, en sus últimos meses como ministro, traicionó por completo esa tradición, hasta caer en lo indefendible.
Se ha citado masivamente en estos días al artículo 98 de nuestra Carta Magna para manifestar la inconstitucionalidad de la pretendida renuncia del ministro propagandista. Quien hasta hace poco fuera un mustio promotor del inconstitucional aumento temporal de su encargo en la Presidencia de la Suprema Corte hoy decide renunciar, a unos meses de terminar el ciclo de 15 años para el que fue designado.
Aunque se haya normalizado, por lo recurrente de los casos, la práctica del chapulineo —el abandono anticipado de cargos y/o partidos—, usada y abusada por políticos que buscan una futura aspiración electoral, no deja de ser irrespetuosa para la ciudadanía que les concedió un mandato que tendrían que cumplir en su totalidad. Pero en el caso de los máximos árbitros de las más altas cuestiones de Estado, custodios en última instancia de la supremacía de la Constitución, es rotundamente inadmisible una renuncia motivada por ambiciones políticas personales. Por eso la Constitución exige una “causa grave”. En abierta contradicción de tal previsión y de manera sumamente lamentable y peligrosa, el ministro es cómplice de su interpretación —en este caso por el Senado y el Presidente de la República, nada menos— a conveniencia de los poderosos.
Muy grave, el daño causado a la independencia y autonomía del Poder Judicial. Hay razón en encender todas las alarmas. Una y otra vez, se ha insistido desde Palacio Nacional que uno de los temas de campaña del oficialismo es lograr una mayoría legislativa suficiente para reformar la Constitución de manera que el Poder Judicial sucumba al poder político, a través del mecanismo de la elección popular: es decir, quieren que la justicia siga los designios de una mayoría demagógica y autoritaria.
En suma, debajo de la toga había un propagandista del régimen. Al desnudarse, a estas alturas de sus actuaciones públicas, nadie quedó sorprendido ni decepcionado. Pero el espanto, ni cómo evitarlo.