No hay, por supuesto, aspecto más importante en la vida pública actual en México que las fatídicas consecuencias del huracán Otis, que devastó el puerto de Acapulco y otras poblaciones del territorio guerrerense.
En primer lugar, todos debemos solidarizarnos con los familiares de las víctimas mortales del huracán, así como con toda la población afectada por este desastre provocado por las fuerzas de la naturaleza.
Se sabe que, con el calentamiento global —no queda nadie mínimamente sensato que no acepte que es real, es un hecho y, por lo tanto, no es cuestión de “creer” o “no creer”, pues los hechos no son materia de fe—, fenómenos desbocados como este ocurrirán cada vez más frecuentemente, poniendo en riesgo a numerosas poblaciones. Los estudios serios indican que la zona entre el ecuador y los trópicos es la más vulnerable a sufrir las consecuencias del cambio climático. Buena parte del territorio mexicano está en esa franja. Así que habrá que dar por sentado que Otis no será el último fenómeno meteorológico de este tipo. Sin descontar, por supuesto, incendios y sequías, también como consecuencia del calentamiento global, más los temblores y erupciones volcánicas que siempre han acechado a los habitantes de la región mesoamericana.
A una semana de transcurridos los fatídicos hechos, hay algunas evidencias relevantes para el análisis. En primer lugar, sabemos que el tamaño del desastre —en términos de pérdidas humanas y materiales— tuvo en parte que ver con la inadecuada forma de reaccionar de los gobiernos federal, estatal y municipales (todos, por cierto, del mismo partido político). Ahí están las evidencias, para quien las quiera ver, del valiosísimo tiempo que se tenía para advertir a la gente y así aminorar las muertes y la pesadilla generalizada que sigue viviendo la población guerrerense. Ahí están las alertas del Centro Nacional de Huracanes de Estados Unidos, que el Gobierno mexicano ignoró o minimizó, lo cual es, no sólo incomprensible, sino también, por donde se le vea, totalmente injustificable. Y ante la insuficiencia del Estado, ahí está la sociedad civil apoyando para aliviar la tragedia.
Dicen las autoridades federales que “poco se podía hacer” ante la magnitud de un huracán como Otis. Ciertamente, su peligrosidad es algo que muy pocas veces se había visto en el país. Pero está claro lo que sí se pudo y se debió haber hecho ante un escenario semejante, pues ¡ya se había hecho antes! Justo hace ocho años, el 23 de octubre de 2015, con el huracán Patricia, el Gobierno mexicano y las autoridades locales hicieron todo lo que estuvo a su alcance, detonando los protocolos respectivos. Como se sabe, finalmente Patricia desvió su dirección, disminuyó su intensidad y no representó mayor problema. Los huracanes suelen dar tiempo de tomar algunas previsiones. Esta vez se pudo hacer, pero no se hizo.
En cuanto a la forma de comportarse tras el paso de Otis, no faltan las comparaciones odiosas: las redes están repletas de lo que hicieron los presidentes Ernesto Zedillo en Acapulco tras el huracán Paulina, o Felipe Calderón con las inundaciones en Tabasco de 2007 o el terremoto en Baja California de 2010. Sin duda, otras maneras de atender las tragedias y a los afectados por éstas.