Vaya fin de año político en los dos países del extremo sur del continente americano.
En ambos lados de la cordillera de los Andes se viven intensos ciclos políticos. En Argentina, con el arranque del Gobierno de Javier Milei; y en Chile, con un segundo rechazo, en 15 meses, a una nueva Constitución.
En el 40 aniversario del retorno a la democracia en Argentina ocurrieron demasiadas “primeras veces”. El castigo y la corrección que la ciudadanía le dio al peronismo kirchnerista fueron de antología. Devastada económica y socialmente por un pésimo gobierno, la nación austral saltó al vacío y colocó en la Presidencia a Javier Milei, un indeseable outsider de la política que le ganó las elecciones, en segunda vuelta, al candidato del oficialismo. Por primera vez en la historia, el 10 de diciembre asumió la Presidencia un economista, quien no pertenece a ninguna de las dos grandes familias que habían ostentado el poder en Argentina durante siete décadas: los peronistas y los que no lo son (una sucesión de radicales, aliancistas, PRO y Cambiemos).
Contrario a la tradición, en su discurso inaugural Milei pronunció importantes referencias espirituales y religiosas. Católico de origen, se sabe que está en proceso de conversión al judaísmo. También cambió el formato del discurso, tras la jura sobre los Sagrados Evangelios. Al contar solamente con una minoría raquítica de legisladores afines, decidió —en una clara descortesía hacia el Poder Legislativo— no dar su mensaje en el hemiciclo del Congreso, sino en sus escalinatas exteriores (a la usanza de lo que hacen los nuevos presidentes en Estados Unidos). La jura de su gabinete fue a puertas cerradas e incorporó como ministros de Seguridad y Defensa, respectivamente, a la fórmula presidencial perdedora del macrismo.
En la toma de posesión destacó también lo desubicada, grosera y mandona que estuvo Cristina Kirchner: una suerte de perfecto epítome de su larga permanencia —dos décadas— en el más alto círculo del poder. Y, por supuesto, la gran figura entre los invitados internacionales fue el presidente de Ucrania, Volodimir Zelenski.
Del otro lado de la cordillera, la esfera política no deja de ser trepidante. Por segunda vez en menos de año y medio, la ciudadanía chilena rechazó un nuevo texto constitucional. Como se sabe, hace cuatro años estalló el peor conflicto político y social desde que Chile retornó a la democracia, y el entonces presidente, Sebastián Piñera, detonó como salida a la crisis una ruta para derogar la Constitución sancionada en tiempos de Pinochet, múltiples veces reformada en democracia y vigente hasta hoy.
El primer proyecto rechazado, hace un año, resultó de un constituyente dominado por la izquierda. Ofrecía lindas utopías, pero terminó siendo contundentemente descalificado por una mayoría ciudadana que recibió con escepticismo una propuesta tan radical. En buscar su aprobación, el entonces entrante presidente Boric dilapidó buena parte de su capital político.
Para el segundo proceso, una comisión de expertos redactó una propuesta que parecía de inicio razonable; sin embargo, quedó descafeinada y sesgada hacia posturas cercanas a la derecha chilena. En esa lógica, el Gobierno y la izquierda hicieron campaña para que no se aprobara.
“Hartazgo constitucional” es la expresión que mejor podría definir a la ciudadanía frente al plebiscito del domingo pasado. Un escenario donde todos pierden, sobre todo la izquierda radical, que queda atrapada en su propia utopía: con tal de no aprobar la nueva Constitución, que siga vigente la tan combatida de Pinochet. Vaya paradoja.