Retomo el análisis de la iniciativa de reforma electoral propuesta por el gobierno. En esta entrega, algunos de los aspectos técnicos que —por obvias razones— no se pueden separar de la intencionalidad política.
Empecemos por la captura tanto de las autoridades administrativas como las jurisdiccionales. La propuesta de que se elijan las magistraturas (del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación) y las consejerías electorales (del Instituto Nacional Electoral) por voto popular a partir de propuestas formuladas por los Poderes de la Unión es, sin duda, el mayor disparate de toda la iniciativa… o no, si lo que se quiere es terminar con la autonomía de las autoridades electorales. Esto encuadra perfectamente en la pulsión autoritaria de los gobiernos populistas, que pretenden colonizar, destruir, controlar o amortiguar cualquier atisbo de autonomía, equilibrio de poderes y rendición de cuentas.
En cuanto a la función registral que realiza el IFE/INE desde 1990, hay que entender que ésa es una de las piedras angulares de la confianza del sistema electoral mexicano. Regresar la confección del padrón electoral a la Secretaría de Gobernación —como se hizo durante 45 años en el siglo pasado, y que tuvo como punto culminante el fraude electoral de 1988— y dejar al INE solamente la administración de la lista nominal sería renunciar a todos los controles y verificaciones que hacen del padrón electoral mexicano, construido y custodiado por el INE, uno de los más confiables del mundo.
La propuesta de reducir el tamaño de las cámaras del Congreso de la Unión sin duda es interesante. Si en cada estado la asignación se diera proporcionalmente, según los resultados obtenidos una vez rebasado el umbral de acceso al reparto, dados determinados resultados electorales, el beneficio podría ser mejorar la proporcionalidad en la representación partidaria, pero al costo de sacrificar otros elementos importantes, particularmente en la rendición de cuentas que deviene del vínculo directo de un legislador con su distrito, así como la armonización del principio de paridad y la expectativa de reelección; en lugar de fortalecer los vínculos entre el representante y el ciudadano, un sistema puramente proporcional hace primar por sobre todo lo demás el vínculo del legislador con el partido que lo postula. Por lo que respecta al Senado, tal vez la propuesta de desaparecer los senadores de representación proporcional podría contar con más consenso, dada la distorsión que han provocado, en relación con el principio de representación igualitaria de las entidades federativas en esa cámara.
Otro de los dardos envenenados de la propuesta está en el tema de los recursos para el sostenimiento del sistema de partidos, tanto por la reducción en el financiamiento público (eliminando el financiamiento por operación ordinaria, para dejar sólo el relativo a las actividades electorales) como respecto a la difusión de la publicidad y propaganda, abriendo la puerta a que el gobierno tenga una injerencia indebida en la difusión propagandística en los medios masivos de comunicación. Si bien es un hecho que el modelo de comunicación política vigente debe revisarse a fondo, la propuesta gubernamental en nada se acerca a los estándares ideales de las democracias liberales.
En suma, se trata de una propuesta de reforma innecesaria e inoportuna, que atenta contra el pluralismo político y la eficacia técnica de la función estatal de celebrar elecciones confiables, algo que tan bien ha hecho el INE.