Un segmento significativo del electorado mundial tiene una cita con las urnas para la renovación de gobiernos y parlamentos a nivel nacional en 2024. Desde luego, no todos esos países son democracias auténticas. Rusia, un claro ejemplo de lo que no es democracia.
En la simulación de “elecciones” rusas del fin de semana pasado —un periodo de votación de tres días, del viernes 15 al domingo 17 de marzo— no se puede decir que la ciudadanía pudiera realmente decidir entre distintas opciones y, especialmente, ninguna opositora que representara un cambio de rumbo para terminar con el régimen autoritario de Vladimir Putin, quien ha sido presidente o primer ministro de Rusia en prácticamente todo lo que va del presente siglo. Gracias a las modificaciones legales que impuso hace unos años, hoy, a sus 71, se pudo postular una vez más para un nuevo periodo de 6 años, con la posibilidad de volver a aspirar luego a otros 6, que culminaría en 2036, a la edad de 83.
Se trató, pues, más que de una elección libre, de una simulación plebiscitaria para reafirmar el respaldo popular del tirano ruso. Pero, a diferencia de las anteriores pantomimas de confirmación de su mandato, el actual proceso se llevó a cabo bajo dos circunstancias importantes: fueron los primeros “comicios” desde que ordenó la invasión a Ucrania, hace dos años, y se realizaron bajo la sombra de la sospechosa muerte —para la opinión pública, el asesinato a encargo—, apenas el mes pasado, del más importante líder opositor que, hasta ahora, había enfrentado al sátrapa Putin: Alexéi Navalny, preso político desde hacía tres años en una prisión siberiana, bajo durísimas condiciones que gradualmente deterioraron su estado de salud hasta llevarlo a la muerte (conociendo al régimen, no sería desproporcionado aventurar un nuevo envenenamiento que acelerara el fatídico desenlace).
Los dos temas son cruciales en el actual contexto de la ópera bufa electoral rusa. Por un lado, con la injustificada invasión militar de Ucrania, Putin reactivó la fibra nacionalista que le genera un importante respaldo populista. Sin embargo, prometió una invasión breve y eficaz y, en los hechos, ha sido todo menos un día de campo. Las miles de bajas entre la población rusa, el exilio de quienes se negaron a apoyar su delirio militar, el repudio de Occidente y los cambios geopolíticos que llevaron a que países vecinos de Rusia se unan a la OTAN, son contundentes reveses que uno pensaría que influirían en el referendo electoral de Putin. En esa lógica, incorporar votos de habitantes de las regiones ucranianas ocupadas, resultó medular en su intento de consolidar la injustificable anexión de esos territorios.
La muerte de Navalny es igualmente crucial. Con él también murió la más firme tentativa opositora al régimen. Si bien Putin no era el candidato único en la boleta presidencial, los demás, con leves matices, eran corifeos que respaldan al tirano y su régimen. Y los únicos intentos genuinamente opositores, representados por Yekaterina Duntsova y Boris Nadezhdin, fueron descarrilados previamente por el órgano electoral ruso, fiel lacayo de Putin, para no generarle inconvenientes.
Rusia nunca ha sido una democracia. Una golondrina no hace verano y las bases para una transición —que dejó Mijail Gorbachov— tras el colapso de la Unión Soviética, fueron brutalmente destruidas desde que Putin fue colocado por Yeltsin al control de los destinos del Kremlin. Una lección sobre el valor del voto libre en elecciones democráticas en los países donde aún lo tenemos, mirando de reojo hacia el próximo 2 de junio.