UNAM, ITAM, CIDE, Conacyt…

ENTRE COLEGAS

Horacio Vives Segl&nbsp;<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Horacio Vives Segl *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

Como fue ampliamente difundido, en días recientes las nuevas descalificaciones desde Palacio Nacional enfocaron sus baterías en atacar a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

No es, en cierto sentido, ninguna novedad, pues otras instituciones educativas habían sido antes motivo de ataques; pero que fuera contra la (bien) llamada “máxima casa de estudios”, y dado el peso y lugar que ésta ocupa entre las universidades del país y en la sociedad mexicana en su conjunto, generó de inmediato una amplia defensa —acorde al tamaño del agravio— por parte de la “comunidad puma”, a la que muchos otros nos sumamos. No deja de ser peculiar que un egresado de esa universidad no tenga reparos para criticar tan acremente a su alma mater.

El ataque a las universidades se suma al embate judicial y mediático que en las últimas semanas ha experimentado una treintena de científicos que conformaban el anterior foro consultivo del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt). Se trata, pues, de un recelo contra instituciones que tienen como propósito la producción del conocimiento técnico y científico. Si a eso se le suma el “experimento piloto” que se piensa hacer en la universidad pública zacatecana, el escenario es, cuando menos, alarmante.

En ninguna democracia del mundo el gobierno ataca a las universidades, ni a las privadas ni —mucho menos— a las públicas. La función social de las universidades, a través de los siglos, es insustituible: se encargan, entre muchas otras cosas, de la producción de conocimiento, de ser el ámbito por excelencia de la pluralidad y la crítica, así como de formar a cuadros que permitan dotar de profesionales a los distintos ámbitos de la vida pública (gobiernos, parlamentos, tribunales, otras dependencias públicas, organizaciones de la sociedad civil, medios de comunicación, organismos internacionales, empresas, etc. etc.).

Más allá de los perfiles, tradiciones y tamaños de las universidades, son los lugares por antonomasia en los que se hacen las preguntas y se ofrecen respuestas: los faros del pensamiento crítico, las libertades, la inclusión y la pluralidad; motores de evolución y cambio. Ante los grandes problemas que la humanidad ha enfrentado, desde que se fundaron las primeras universidades en la Edad Media, éstas han sido los espacios privilegiados para aportar soluciones. La muestra más gráfica, evidente e inmediata es el abanico de las decisivas contribuciones que se han realizado en laboratorios, centros de investigación y universidades para la atención de la pandemia de COVID-19.

Justamente por los desafíos que enfrentamos, y que se multiplicaron a raíz de la pandemia, es absurdo no entender el papel crucial que tienen las universidades en la relación Estado-sociedad para atender los graves problemas económicos, políticos y sociales. Desestimar el tradicional rol que tienen como motor de movilidad social es no justipreciar el potencial de apoyo para el país que tienen las universidades. Pero hay que entender que no se trata de instituciones a modo, sino que deben mantener siempre los atributos que le caracterizan: autonomía, independencia, pluralidad, crítica y diversidad.

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