Es un mal indicador que el gobierno se asuma como la representación de la transparencia.
No es un asunto de voluntades lo que define la transparencia. Las sociedades la exigen como un derecho consagrado en nuestras leyes y ante la comunidad internacional. El país avanzó y fue obligando a los gobiernos a transparentarse en todos los sentidos. Tiene que ver también con los pesos y contrapesos que forman parte de los equilibrios políticos, pero sobre todo, es el terreno de los derechos ciudadanos.
Para contrarrestar estos argumentos se plantea que los gobiernos tienen la obligación de transparentar sus actividades. Sin embargo, es claro que no se cumple a cabalidad, porque las áreas que componen la obligatoriedad de la información pasan por toda una serie de vericuetos y vicios en que no basta con enunciamientos y menos aún con presuntas voluntades.
Las funciones constitucionales no pueden ser sustituidas ni realizadas por otro ente público. Las sociedades han entrado en terrenos del autoritarismo, de la corrupción y la antidemocracia en la medida en que prevalece la opacidad, la cual, en muchos casos, es defendida para fortalecer la gobernabilidad y en el camino la imposición.
La transparencia tiene que ver con la apertura y la participación ciudadana en la gobernabilidad. Tiene que ver también con que los sujetos obligados respondan ante la sociedad a través de instituciones que han sido creadas con el objetivo de que, al tiempo que se conozcan los actos de gobierno, también se manifieste la obligatoria rendición de cuentas.
Sin dudar de la eventual voluntad que pueda tener el gobierno en transparentar sus actos, hecho que está siendo cuestionado en la práctica, se ha visto cómo a lo largo de estos años han aparecido actos en donde ha prevalecido la opacidad bajo argumentos que no tienen el valor suficiente, uno de ellos es asegurar que el actual gobierno es diferente a los otros y sólo por eso hay que creerle.
Si así fuera estaríamos ante una apertura total de la información y no reservándola bajo argumentos como la seguridad nacional, entre otros. Las obras emblemáticas van siendo ejemplo de ello, en la medida en que ha ido creciendo su construcción y desarrollo han ido apareciendo muestras de opacidad que si algo definen es que en el fondo existe una negativa a informar a la sociedad de los gastos que se están utilizando para ellas.
No se trata sólo de ello. Bajo las actuales condiciones de las sociedades uno de los elementos más importantes en su acción y desarrollo tiene que ver con la participación ciudadana. Si bien se busca que haya una transparencia y rendición de cuentas, el proceso también pasa porque los ciudadanos sean partícipes directos de los actos de gobierno, asumiendo sus obligaciones y defendiendo sus derechos.
El Inai no es un capricho ni una moda. Es el resultado de la participación ciudadana en la búsqueda por fortalecer sus derechos y fortalecer su presencia como ente activo de la sociedad. El Inai es fundamental en un derecho más que hoy en nuestras sociedades ante el gran avance tecnológico es definitivo: la protección de datos personales.
Como decía ayer la presidenta comisionada del instituto, Blanca Lilia Ibarra: “Sin las funciones que garantiza el Inai desde el poder se envían señales de tolerancia a las prácticas de corrupción, lo que ensanchará la impunidad, su ejercicio discrecional y el de los recursos públicos, así como las expresiones más variadas del abuso del poder”.
El Presidente quiere desaparecer al Inai. Ya echó a andar a su Congreso y a una de sus “corcholatas”, quien afanosamente está intentando cerrar la puerta a como dé lugar; no va a ser tan fácil como imaginan.
RESQUICIOS.
La Consejería de la Presidencia se inconformó por lo que llamó “filtración” del ministro Pérez Dayán por la invalidación del Plan B. Lo cierto es que el documento se repartió desde el jueves pasado y está publicado en la página de la SCJN.