Mi papá cumple cuarenta años de estar muerto, de haberse fracturado en un segundo específico y continuar muriéndose a cada rato, porque se ausenta un poco más cuando me urgen, y no tengo, sus manos bruscas y de luna en lleno. Se me muere dos veces al día si el miedo es una costra sobre mi pecho; luego pasan semanas sin pensarlo, pero está presente en la ausencia. Me mira desde la foto en mi cuarto. Después vuelve a carecerme, quiero preguntarle algo, aunque en realidad nos falta al mundo y a mí: las noticias serían un poco mejores si él siguiera respirando. Hace tanto olvidó hacerlo. “Te digo vuelve y no haces lo que te pido”, señala la poeta Mary Jo Bang.
Su cuidado me cinceló minucioso. Siempre corría, pero el tiempo conmigo era incompatible con la prisa: sin protestos trenzaba en mi pelo un apapacho, jugaba canicas con Fernando y conmigo. Médico, compró un microscopio para arracimarnos los tres en torno a una gota de sangre, las patas de un grillo, el agua de un charco. Anoche, mientras dormías, fui a Júpiter a pelear contra nueve dragones; los derroté con un cuchillo del tamaño de la puerta, me narraba. Y qué lástima, mis compañeros de escuela: sus papás roncando, mientras el mío salvaba a la galaxia.
A estas alturas no sé bien cómo era el trato diario con él. Quizá exagero y construyo a un personaje irreal: sería lógico, si cada día más se desmorona, su perfil se reblandece. La memoria selectiva le ha borrado defectos, mi amor lo distorsiona, pero un par de certezas murmuradas me otorgan solidez en la médula: con sus cuentos fomentó mi devoción por la literatura. A mis nueve o diez años dijo en la mesa familiar —causó urticaria en mis hermanos— que jamás me pondría objeción para comprar libros, sólo pedía que le contara uno por uno. De ese modo fue moldeando a esta lectora troglodita: décadas más tarde aún brindo por quien me regaló un sentido de vida a través de las palabras. Además creyó que la flaca que hacía versitos podía llegar a ser escritora. Me hice una carrera en las letras y aquí estoy gracias a ti, papá. Ya tengo dos años más que tú.
Como se fueron mis hermanos y mi madre, nadie refuta lo que narro sobre él. El pasado es un Big Bang riguroso: la tenue orilla se aleja y aleja del centro, porque cuando creo recordarlo, en realidad lo invento. “Sería raro que la memoria no me traicionara, la memoria se dedica a eso, a engañar”, escribe Rafael Pérez Gay en Todo lo de cristal. Sin embargo, es verdaderísimo decir que hoy, a 14,600 días de su muerte, lo extraño de forma muy grande. Como un elefante.