Una felicidad casi física

LA UTORA

Julia Santibáñez<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

El viento me desplaza, generoso; balancea la canastilla en brazos invisibles. Subo murmuradamente, apenas, sin sobresaltos. Voy sobre un tapete que no roza los pies, mi alfombra de Aladino. El sol es una lámpara roja, a la izquierda.

Me doy cuenta de que jamás había visto, de arriba y cerca, un árbol cuajado de aves. Parecen garzas. Se agitan blancas y desmoronan la pereza, las inflama la luz. Floto a unos cien metros de altura sobre Tequisquiapan. Observo el mundo igual que ellas, cuando empiezan a elevarse: hoy soy una garza, no una piedra. Recuerdo algo de María Ospina Pizano: “Sólo hasta hace poco ha logrado descifrar que su fascinación con los pájaros no nace sólo de las plumas coloridas de algunos [...] Lo que le provoca la perturbación más dulce es reconocer que las aves perciben cosas que él no puede contemplar siquiera”.

Oigo a la capitana del globo liberar la válvula de aire caliente y me doy cuenta de que el vuelo me despeina como jamás ha pasado en un avión, carcasa que aísla la experiencia de ir más liviana que el aire. Hoy me siento minúscula, altiva, metafórica y literalmente. Miro hacia abajo: ranchos, la cúpula de una iglesia, techos, aquel río seco, tierras, ninguna frontera, perros que ladran. No oigo, aunque los veo erizados, echando el peso a los cuartos traseros. Levanto los ojos y ahí está el horizonte, en espera.

“’Cuando sentí que me alejaba de la tierra, mi reacción no fue de placer sino de felicidad. Me oía vivir’”, apunta Julian Barnes que dijo la primera persona en subir a un globo de hidrógeno: Jacques Charles, en 1783. Y la duquesa de Argyll afirmó tras la experiencia: “Sabía que Inglaterra era larga y ancha, pero no sabía que era tan alta”.

Me doy cuenta de que en tierra algo me achica siempre la vista: cables, el segundo piso, un edificio, espectaculares. Aquí los ojos corren sin freno, el horizonte muestra su cara abierta.

Juan Pablo me abraza.

“Clareaba el día; a nuestros pies a una altura angelical o de alto pájaro se abrían los viñedos y los campos. El espacio era abierto, el ocioso viento nos llevaba como si fuera un lento río, nos acariciaba la frente, la nuca o las mejillas. Todos sentimos, creo, una felicidad casi física”, contó Borges de su paseo en globo con María Kodama, en el valle de Napa.

Me doy cuenta de que pienso en horizontal. Por eso me asombra esta perspectiva alta y no demasiado. Si me piden dibujar una casa o un elefante los represento de perfil, nunca desde arriba. Ver condiciona lo observado. No veo lo que hay sino mi ubicación, mi error de paralaje.

Recuerdo aquello del cubano Virgilio Piñera sobre el agua que rodea la isla y lo modifico, tramposa: “La bendita circunstancia del aire por todas partes”. Qué placidez inabarcable. Y sí, física.

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