“La niña / el niño es un animal, un desechable, blanco ideal para el desprecio, los golpes, la rabia. Le faltan palabras para decir la violencia y, así, no la comprende. Pobre, dependiente, inocuo, gris, no tiene puntos de comparación. Encima internaliza la vergüenza, de modo que cada día se siente más responsable de lo que le pasa. Por eso puedes afanar tu ira sobre su espalda hasta machacarle la columna, como quien hace trizas un paquete viejo de galletas Ritz”. Con esta brutalidad, desde esta infamia actúan 23 millones de adultos mexicanos. Según el Gobierno, de los 38 millones de menores en el país, casi 60 por ciento sufre violencia en casa. Y el escenario mundial no es mejor. Pregunto: ¿qué dice el arte sobre tal aberración?
“Me acordaba de cuando mi mamá me quiso ahogar. Ella dice que no pero yo sé que sí, si no estoy pendeja. Me acuerdo clarito que puso el agua caliente en la tina y me dijo que me metiera, luego hizo como que jugábamos y en una de esas me resbalé y me caí dentro del agua y ella puso su mano en mi cabeza para que yo no pudiera salir […] grité y empecé a llorar, pero ella en vez de decir algo, se puso a reír”, narra Brenda Navarro en la novela Casas vacías.
Un huracán azota sus nueve años: la familia acaba de intercambiarla por cervezas. Su nuevo marido rebasa los cincuenta. En Niñas vendidas, la artista plástica Eugenia Marcos cuenta una de las miles de historias en México. En el mundo suman 650 millones de niñas-esposas.
Pregunto: ¿se puede torturar a un menor sin consecuencias? Claro.
“Llévate a esa criatura antes de que me la cobre con ella… Si no, con quién, es el chance que me da la naturaleza, cobrarme con ella las jugadas del destino”, señala la madre en la cinta Las razones del corazón, con guion de Paz Alicia Garciadiego.
Pregunto: ¿cómo se cumple la modesta tarea de vivir, si a los once años el tío te viola y embaraza?
“Por favor, no te mueras. En serio, papá, no te vayas. No me dejes sola [...] Te perdono pero no me abandones. Te perdono todo. Te lo juro. Ya no siento rencor […] Te perdono por no alzar la voz, por no defenderme a capa y espada cada vez que lo necesité. Mucho más te perdono por no haber tenido los huevos de mirarlo a los ojos y decirle que conmigo no se juega, que a tu hija no la toca nadie. Sí, como escuchaste: nadie se la coge si ella no quiere. Pero no, en serio, no. Todavía no te vayas. No me sueltes otra vez”, escribe Belén López Peiró en la novela testimonial Por qué volvías cada verano.
Pregunto: ¿cuánto importa un cuerpo breve sobre la tierra, enmoscado, resbaloso? Nada, hoy no importa.