Mi constancia yonqui

LA UTORA

Julia Santibáñez<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

“Cumplo seis años de practicar yoga. Y lo odio. Qué es eso de doblarme en todas direcciones, guardar equilibrio mientras respiro con naturalidad fingida. Noventa por ciento de las posturas son muy incómodas. Me hacen sudar igual que caracol angustiado, me siento tan torpe como el propio caracol”. Escribí esta catarsis a principios de 2017. En este enero las cosas no han cambiado: aunque aborrezco igual los estiramientos y desfiguros imposibles, sigo intentando amistarme con cada uno. Habrase visto.

Durante estos doce años siempre he vuelto al centro del tapete, si bien por enfermedad, exceso de trabajo o viajes he dejado las clases por corto tiempo. De médula disciplinada, regreso a ese páramo para buscar la armonía física y emocional, ambas tan huidizas. Al arrancar una sesión, las aletas de mi nariz vibran de forma imperceptible, pero sé qué dicen: me voy a morir en el intento de acercarme al equilibrio por dentro y fuera.

Cuando me diagnosticaron dos hernias lumbares (dolían como si fueran doce), el doctor recomendó algún tipo suave de yoga, lo que es un oxímoron: únicamente recibe ese nombre si profana tu placidez y te agrede de modo atroz. Durante los primeros meses de práctica, el malestar de las hernias se agudizaba. Según el maestro era normal, mientras mi cuerpo entendía los ejercicios. Garantizó: “sigue haciendo clase con cuidado y la molestia va a desaparecer”. Decidí creerle. Poco después dejó de dolerme la espalda, hasta hoy; encima descubrí una calma mental nueva. Así me enganché para siempre con esta droga dura del hatha yoga: no es divertidísima ni deviene en textos alucinados. Tampoco fomenta la socialización. A mí, que nunca aprendí a fumar ni disfruto emborracharme, me hubiera gustado una opción más lúdica de ser yonqui. Ni hablar.

Mi otro vicio es la escritura de poesía, mi oficio, que también demanda obstinación intransigente. Una laboriosidad no peleada con la técnica. Es fácil autoboicotearme para esquivarla, pero soy necia hasta la madre. No bajo los brazos. Va otro punto en común entre los versos y las asanas: aunque me hastían y a diario me dejan molida con su demanda de respiración, no los suelto porque nada me satisface igual que el avance en una y otra. Quiero exprimirme todo lo posible en la hoja en blanco. En el tapete. Quiero disfrutar impúdica cada mínimo logro, porque cuestan una barbaridad.

Recuerdo una frase de la narradora española Rosa Montero. Era 2017. Ante los treinta años de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara le pregunté qué cambios le interesaban de sí misma, ya que estuvo en la primera FIL y asistía a la trigésima. Silencio. Luego dijo, muy despacia: “Ahora escribo un poco mejor que antes”.

Si en dieciocho años más de constancia yonqui esta Utora escribe y hace yoga algo mejor estará desaforadamente servida. Dios me perdone.

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