Morirnos de hambre por gustar

LA UTORA

Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julia Santibáñez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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¿De qué somos capaces con tal de ser aceptadas? “No le gusta vomitar, tampoco le gusta tragar materia sólida. La comida va en el basurero, no en la panza”. Esta chica adora la belleza de sus kilos magros, sugeridos bajo la ropa. La descubrió a los 11 años, con la primera regla: quiso domesticarse a sí misma. Para ignorar el lenguaje de los intestinos dejó de comer; esa obsesión es ya su único alimento. O casi. Constituye su forma de asediar la angustia, la soledad, igual a perros en jauría, que con gruñidos acorralan a un conejo espantoso de miedo.

Al contar calorías y hacer ruidos para disimular cada queja del vientre se distrae, no atestigua el derrumbe de su hogar de infancia, metida en los adentros. La obsesión por estar a dieta es coartada para no ver su vida actual, cubierta de hongos y humedad; cierra la boca para controlar la maleza interna, toda ella “temores, resentimientos”. Mientras su propio cuerpo le estorba y se siente “monstruosa, descomunal, un toro bípedo de lidia”, confía en que si se acostumbra a rechazar cualquier platillo, un día dejará de necesitar atención como quien tiene hambre. Todo será perfecto.

Hablo de Autofagia, de Alaíde Ventura Medina (Random House, 2023), sobre dos chicas con urgencia de ser miradas, que se reconocen animalas con heridas vivas y, por lo mismo, se atraen y repelen por igual (me recuerda Entre los rotos, de la misma autora). La novela entreteje espléndida un coro de voces: nos lleva a un pasado que resulta similar al presente, con placeres esporádicos y una desolación de azufre. Las dos mujeres se atraen porque bajo el deseo compartido de evaporarse, cada una maneja un subtexto de violencia devastadora, hacia otros o hacia sí misma.

Platico con mi novio de Autofagia. Me recomienda el cuento “Cero grasa”, de Reyna Guerrero, que da título al libro homónimo (Bonilla Artigas Editores, 2024). Desde el pulido monólogo interior, una chica en segundo semestre de Física desgrana la negativa a comer, la repulsión ante sus muslos. Conforme padres y doctores la obligan a subir de peso y ella se muere de frío, una amiga con ideas suicidas pone en palabras el deseo de ambas muchachas: “Estamos en la misma frecuencia. Las dos nos queremos matar”. La protagonista lo niega, pero igual piensa “me voy a dormir sin cenar soy una marrana”. Se intuye el borramiento personal, el machismo que astilla los huesos y la certidumbre de que el hogar es, con frecuencia, el sitio más peligroso cuando estamos vulnerables.

Si la ficción aborda con este tino y garra los trastornos alimenticios (en su mayoría padecidos por mujeres, dada la imposición de modelos de belleza), quizá me permita verlos sin levantar defensas, reconocerlos en mí o en gente cercana porque, al final, no somos tan distintas: a veces pensamos arriesgarlo todo a cambio de sentir que gustamos.