Muero por entender árabe

LA UTORA

Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julia Santibáñez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Topo con un árabe albino. Un bereber equívoco. En vez de arena, su piel imita el cromatismo de una cumbre nevada, muy lejos de los 32 grados que obligan a andar lento en Marrakech. Pero el albino es lo menos asombroso del Souk (mercado tradicional), en esta ciudad del siglo XII. Lo que hoy es Andalucía, más Argelia y Marruecos eran parte del imperio almorávide. Desde entonces, más de diez kilómetros de muralla protegen el centro de esta urbe roja, “que alegra el corazón”. Sí. Mucho.

Mi hija y yo llevamos casi una semana aquí. Desde el principio notamos que pocas mujeres atienden locales en los Souks. Muchas caminan solas o en pares, aunque todas llevan el cabello cubierto por un velo; encontramos escasas burkas. Quiero entender y no puedo.

Aunque plazas, jardines, palacios son magníficos, a diario recorremos los Souks, cada uno específico: de artesanías, tapetes, babuchas, joyería, artículos de cuero. Las angostas calles del mercado no tienen orden aparente; por ahí circulamos peatones, burros con mercancía arreados por hombres en caftán, motociclistas raudos. Es mediodía y hoy volvemos al de especias, atraídas por su variedad descomunal, pero venimos del sol. Tenemos sed. Un sobrio anuncio de madera a la entrada de un tendejón señala: “Tea / Coffee ‘La Joie’” y el costo por un café o té: “quince dírhams”. Treinta pesos. Nos gusta que el lugar presuma ser “La dicha”. Subimos los escalones en pendiente: nos recibe una terraza con techo de palma. Hay sólo tres mesas, dos sillas en cada una. Ningún comensal. La vista se eleva sobre el Souk: casas aledañas, palmeras y más terrazas igualmente sencillas.

Viene a atendernos un joven delgadísimo. Un solo diente. Pregunta en español qué queremos. Pido té bereber caliente, al que me he aficionado; mi hija, una Coca-Cola fría. Cuando el dependiente trae las bebidas platicamos un poco. Se llama Najib. En el localito vende tomillo, jazmín, cardamomo, menta y productos para perfumería. El café que sirve lo calienta en un pocillo sumido en un cuenco de metal con arena del desierto; dice que la arena se conserva por días a unos 28 grados. Nos enseña el proceso, la arena caliente. Increíble.

Volvemos al Souk. Me asumo una cuasisorda que insiste en un concierto exquisito, para descifrarlo: se me repletan los sentidos de olores, texturas, sabores que me fascinan y evaden. Marruecos fue protectorado francés, así que muchos letreros están en esa lengua, los vendedores la hablan, pero no quiero comunicarme en francés, carajo, muero por entender árabe. Leerlo. Poseer cómo miran sus ojos, abrir con naturalidad una puerta hoy desconocida, moldearme de nuevo y encontrar quién soy aquí. Multiplicar mis mundos; “como siempre el deseo / no quiere la mitad de nada”, dice la argentina María Negroni. De nuevo, mi insatisfacción en cada hueso.

¿De qué modo se va a colar todo esto en mi escritura?