La áurea llama de Jorge Cuesta

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

A ochenta años de su muerte, Jorge Cuesta habita la posteridad que deseó Paul Valéry (alma gemela suya en muchos sentidos): la de ser bien leído por pocos y no mal leído por muchos. Leerlo bien quiere decir leerlo fielmente, lentamente y con la misma actitud crítica que él siempre promovió, pero no significa dilucidarlo o cerrar el imposible capítulo de su hermenéutica, ni mucho menos pretender explicar su vida con su obra.

El “yo” de la poesía de Cuesta se inscribe en un mundo inaccesible al biógrafo, pero hospitalario –que no fácil— para quien entiende y acepta que ese mundo existe y es autosuficiente, un orbe de una sinuosa, pero plausible retórica, con una música secreta y no pocas veces atonal, que busca y consigue decepcionar a los prosélitos de la armonía y de los silogismos bien ordenados. Y “decepción” es un concepto gustado por él, que a cada sospecha de oasis o de claridad, giraba la tuerca del pensamiento para exigirse a sí mismo (y a sus lectores) más penetración, más dificultad y más estímulo. En el origen de la palabra decepción hay un término de caza: capturar a una presa por medio del engaño. Lo decepcionante no responde a lo que se esperaba, y Cuesta fue un maestro del engaño en ese sentido, como el prestidigitador que esconde, ante nuestros ojos, la bolita en el vaso más insospechado, y lo fue a tal grado que se decepcionó a sí mismo, como lo ha apuntado Guillermo Sheridan. En la dinámica de la deceptio hay una tentación demoniaca que parece haber consumido a este poeta, un fruto envenenado que su inteligencia devoró. “El demonio es la tentación, y el arte es la acción del hechizo”, escribió él mismo. La acción del hechizo está en su poesía, que corre el albur de ser leída bajo la lente de la alquimia y no como “un oficio de los ojos y de las manos”, como él quiso, una poesía de observación en estado puro, iluminada por el prisma de una curiosidad sin concesiones ornamentales. En esa poesía, el objeto de estudio del poeta es él mismo:

El viaje soy sin sentido

—que de mí a mí me traslada—

de una pasión extraviada,

mas a un fin no diferido.

A pesar de que el viaje no tiene sentido y de que la pasión es extraviada, hay algo que permanece inmutable, no diferido: el fin. Ya lo dirá con otras palabras en su gran “Canto a un dios mineral”: “Oh eternidad, la muerte es la medida”. Para bien y para mal, la muerte es también medida de la vida, y la suya fue atroz y precoz, pero en la brevedad de su estancia en este mundo, de sus 38 años, Cuesta fue un hombre hechizado por la pasión de la inteligencia y por la inteligencia de la pasión, un espíritu crítico que sigue oxigenando a nuestra tradición con sus preguntas, con sus refutaciones, con la inquietante luz de sus paradojas. Y fue un ser de carne y hueso que decidió

Embriagarse en la magia y en el juego

de la áurea llama, y consumirse luego…

Pero no se ha consumido del todo, arde aún en el fuego de la razón, en su poesía y en su magisterio crítico, “creador de magos”, como ha dicho Christopher Domínguez, continuador de su tradición. Hay que seguirlo leyendo y participar de su magia.

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