Increíblemente, el mito del poeta alcohólico sigue siendo atractivo en nuestros días, seguimos respetando la idea de una iluminación etílica que coloca a aquellos personajes (nunca demasiado lejanos) en un lugar de excepcionalidad. Al poeta inspirado se le perdona la ausencia de sistema del narrador, la disciplina que consiste en levantar una congruente, sólida construcción de palabras: si lo traspasa el relámpago, el bardo beodo tiene licencia para ser y hacer. Muere un colega adicto y celebramos su nocturnidad, pero el alcohol no es una musa ni su vocación, la del colega, es esencialmente fatal. ¿Qué queda detrás de la anecdótica vida? Palabras, frágiles palabras que difícilmente saltarán la valla de la posteridad y del examen.
El hallazgo, las conexiones sorprendentes no son irracionales sino libres, animales que podemos ver, y atrapar, bajo la luz del mediodía. El ideal surrealista engendró algunas bestias interesantes, pero nada supera la locura controlada de Trilce o el blablaísmo del último canto de Altazor. En un poema no publicado en vida (“A drunkard”), Elizabeth Bishop confiesa la ebriedad parcial de quien aún está contando sílabas y rimando, de quien aún está bajo control. La articulación de la lengua exige un manejo artesanal incluso, y tal vez sobre todo, cuando quisiera olvidarse de sí. Pienso en John Berryman, reconocido poeta confesional gringo, cuyos poemas de la serie “Dream Songs” están empapados de alcohol. Berryman se desdobla y le hace decir a su alter ego todo lo que él no quiere o no puede decir, en apariencia de ebriedad, pero esa dinámica sigue siendo la de alguien al volante de su escritura. Que hoy se recuerde a Berryman como un personaje de cantina, un iluminado suicida citando a Whitman en sus borracheras, es un reflejo miope que nos aleja de sus poemas y del esfuerzo que seguramente implicó escribirlos. La anécdota vence, suele vencer al poema, pero éste es de una elocuencia mucho más rica si nos detenemos a leerlo bien. Estructurados por la ansiedad, los poemas de Berryman son el frágil triunfo de la resistencia a la locura, y no la inspirada subyugación a ésta. Los poemas de Berryman son el testimonio de una razón que se ahogaba, y como tales, como lenguaje aún erguido y funcional, son extraordinarios: no como profecías sino como trabajo. Ni hablar del sufrimiento de la persona Berryman, nada romántico y registrado en sus cartas y anotaciones, un vacío y un dolor que no podemos envidiar pero que nos siguen atrayendo como para una buena biografía. En el fondo, detrás de las tormentas, queda un texto, una arquitectura verbal independiente de la mano que la trazó, pero a ella debida. Ese triunfo, antes y después de los demonios, es muy difícil de no romantizar, y yo mismo estoy “demonizando” una implacable enfermedad. En el caso que nos ocupa, no hay mejor testimonio que el poema, la poesía, que trasciende el dolor y la fatalidad.
Berryman escribe: “Cadavérico, / con los ojos abiertos, él atiende, ciego. / Todas las campanas dicen: demasiado tarde”, pero esas campanas, como escritura y como triunfo, siguen sonando.