Perder la cuenta puede significar dos cosas: haber superado una ansiedad o dejarse llevar por la corriente de aquello que contábamos. En el primer caso, más que perderla, a la cuenta la abandonamos, como los días que llevamos sin fumar, o nuestra misma edad que se adelgaza en meses, semanas, días…
En el segundo caso, el conteo, que comenzó llevándose a cabo con escrúpulo, comienza a parpadear ante el crecimiento de su propia cantidad y termina por rendirse ante la evidencia de ya no saber, como si pretendiéramos declamar el largo linaje de la cifra Pi, bautizar todas las nubes o saber a ciencia cierta cuántos días llevamos en cuarentena: ¿ciento veinte?, ¿ciento treinta?…: hemos perdido la cuenta, no tanto por la cantidad de días (que es nada) sino por su semejanza, porque este lunes está embarrado de domingo y porque el mediodía se ha vestido indistinguiblemente. Sin la plantilla que colocábamos encima del tiempo, éste se ha reducido a un anochecer y un amanecer milenarios, y nuestras casas podrían ser las cuevas de los primeros homínidos sedentarios…
Hay cuentas más nutridas que hemos perdido porque nuestro interés pasó a otra cosa y nuestro escándalo se normalizó: ya no nos provoca insomnio que haya casi seis millones de infectados en el mundo, a un ritmo de más de cien mil nuevos casos por día y con un total de muertes de 650,000, de los cuales 43 mil corresponden a México. Los muertos de Hiroshima se calculan en una cuarta parte de esos 650 mil, y la ciudad de Atenas tiene esos mismos habitantes: 650, 780. Dimensionar es importante: ¿cómo reaccionaríamos ante la desaparición de todos los atenienses? La individualidad se desvanece en un conjunto grande, y Borges llegó a decir que prefería siete lectores a 700, lo cual puede ser una paráfrasis de Valéry, quien redactó en un cuaderno: “Prefiero ser leído bien por pocos que mal por muchos”. Esa individualidad que tiende a la invisibilidad tenía una biografía, un nombre, un apellido, una madre, un grupo de amigos. Un solo caso activo en casa secuestraría toda nuestra atención, pero con seis millones, leídos en el periódico, podemos convivir.
Tenemos que seguir con nuestra vida, por supuesto, y lo hacemos un poco en automático, intuyendo el enigma del ciempiés: que si fuera consciente de cada una de sus patas y del orden de su movimiento, caería instantáneamente muerto, fulminado por su propio desconcierto… El olvido, también, es un ingrediente necesario de nuestra cordura: dejar ir y recomenzar son dinámicas necesarias del día a día, que si no fuera el caso y lo recordáramos todo, nos estallaría la cabeza con las particularidades y sutilezas del mundo y la psique que los registra. Es así que ya me coloco la mascarilla sin rechazo, sin considerarla una tapia entre el oxígeno y yo, aunque a veces me vea de reojo en el espejo y el peso acumulado de la realidad caiga como un alud en mi consciencia. ¿Soy yo esa persona enmascarada? Soy yo, y estoy viviendo una pandemia monstruosa que no parece tener final.
La pregunta generalizada es qué lecciones estamos aprendiendo en estos días cuya cuenta comenzamos a perder, y si saldremos mejores o peores del confinamiento. “Un poco peores”, dijo el escritor Michel Houellebecq. Tal vez tenga razón. Una estrategia recomendable podría ser el pesimismo en general y el optimismo en particular, para no exonerarnos de golpe y poder rendir cuentas ante el espejo cuando terminemos de contar.
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