Declaración de amor

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

Después de algún tiempo de ausencia, regreso por unos días a la Ciudad de México decidido a odiarla, sabiendo que la he amado tanto. La nata que el avión atraviesa antes de aterrizar sobre la colosal mancha urbana, contribuye idealmente en apoyo de mi decisión: es fácil odiar cuando es difícil respirar. Quiero decir con el poeta que los días en la ciudad son pesadísimos “como una cabeza cercenada con los ojos abiertos”. Quiero decir también que estoy mirando la ciudad destruida, “flor aplastada por un pie sombrío”. Sobran razones para malquererla, caótica y violenta como es, improvisada, brava y hostil como una fiera enjaulada. Pero sucede que aterrizo, me descomprimo, salgo a la calle y… me enamoro instantáneamente otra vez. ¿Por qué?

La pregunta no es ociosa: ¿qué tiene esta ciudad que nos engancha cuando todo parecería conspirar contra nuestro amor por ella? Tal vez la respuesta esté en su incontrovertible realidad: es una megalópolis tan real como el dolor, tan evidente como abrir los ojos y atestiguar la comparecencia de un bello desorden, tan auténtica como un perro callejero, tan innegable como la más incómoda de las verdades. Cuando, en “La tierra baldía”, Eliot propone célebremente una “ciudad irreal”, nos vemos obligados a refutarlo con la Ciudad de México. Hay ciudades hechizas, concebidas para funcionar; hay ciudades de diseño, concebidas para halagar los sentidos; hay ciudades arquetípicas en las que no cabe ni siquiera una vida mediocre; hay ciudades intocables de tan clásicas; hay ciudades fantásticas, bursátiles, invisibles, arrepentidas, falsas, ciudades acartonadas como una fraudulenta pantomima, ciudades simulacro… Y hay ciudades verdaderas, urbes concretas de concreto como ésta, linda y feroz, con las costuras reventadas y aun así funcionando, milagrosamente en pie, o de rodillas, pero eficaz como una cuchara de madera.

Salgo a la calle y siento la vibración de la vida, de los millones de vidas conviviendo en un espacio heroico, o mejor: antiheroico, lejos del ideal y de la moral, lejos de la belleza preconcebida. Aquí se sufre y se ama en serio, con lagrimones y a carcajadas, con uñas y dientes, al ritmo de un tráfico amorfo hecho de bólidos abollados de tanto roce y besuqueo, de tanto acelerón y trompadita. Salgo a la calle y Aztlán trepida aún bajo mis pies porque la Historia aquí respira por la herida, así como los árboles (¡los muchísimos árboles!) rajan el asfalto para mejor acomodar sus raíces centenarias. El verdadero aterrizaje es éste, en estas calles, en este presente urgente y sin filtros, desmaquillado y acogedor como una sombra en la canícula. Aquí la gente de carne y hueso te mira a los ojos y te saluda, sonríe o gruñe, pero no te desdeña como los hologramas que se dicen personas de otras grandes ciudades. Aquí hay un secreto compartido que nos hace cómplices, y que consiste en saber (pero no decir) que la suma de las partes desborda al todo, que deberíamos asistir al derrumbe y la demolición y en cambio vemos, sin sorpresa, cómo se yergue un rascacielos más, se configura un Oxxo más, tiene lugar un nacimiento más cada minuto, como si cupiéramos, como si respetáramos un plan maestro. Y resulta que cabemos, y que Huitzilopochtli y el azar nos están escribiendo.

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