Leí las primeras quinientas páginas del gran libro de Adolfo Bioy Casares sobre Borges, titulado perfectamente Borges, en 2006, cuando se publicó. Somos superlativos: hoy no solamente todo el mundo dice “gran”, sino que todo el mundo es “gran”.
Yo no creo exagerar con mi “gran”, no sólo porque Borges consta de mil seiscientas páginas, sino porque encierra una doble proeza: nos comparte el genio inconmensurable de Borges, por un lado, y por el otro lo hace con un registro modestísimo. Recuerdo que a mi fascinación siguió algo parecido a la incredulidad: ¿Cómo pudo concentrarse tanta erudición en una persona, y tanta habilidad para hacerla útil, desgranarla, cotejarla, incorporarla a la conversación con reflejos velocísimos y una buena dosis de mala leche? Y de inmediato: ¿Y cómo pudo su interlocutor registrarlo todo, memorizar verbatim ese tsunami diario de sabiduría? El genio del Dr. Johnson nos hace olvidar, al leer su vida, que ésta fue escrita por otra pluma, la de Boswell. Milagro doble, como el Sócrates de Platón. Leí ese medio millar de páginas hace quince años como si estuviera consumiendo una droga y, tal vez por esa misma intensidad, lo dejé.
Ahora llegó la pandemia a trastornar nuestra vida y recordé aquella incipiente adicción. Retomé el Borges y, para seguir con el símil, fue como si nunca hubiera dejado de consumirlo: me enganché en un instante. Estos terribles meses me he hecho acompañar de dosis diarias de una inteligencia única, transversal en el tiempo, profundamente literaria, no carente de humor y muy humana, como para recordarme que su autor era mortal. Borges lo leyó todo, y lo tuvo siempre fresco en el escenario de su mente para aderezar un comentario, documentar un argumento, burlarse de alguien o profundizar en una etimología, un giro filológico, un matiz poético. Es casi abrumador. Lo paladeo en pequeñas dosis, y no puedo dejar de pensar en Bioy, quien fue su amigo y anfitrión durante medio siglo y quien, casi secretamente y en paralelo a la producción de su propia obra, documentó con evidente amor y admiración lo que él sabía que era un monumento único, un Borges oral que está a la altura —no me tiembla la mano al escribirlo— del Borges escrito. El desahogo de la figura pública, de la creciente celebridad literaria, se nota en la intimidad de la sobremesa: carretadas de chismes, anécdotas sabrosísimas, política de cocina y ese deporte que es hablar mal de los demás, pero todo ello como si lo estuviera profiriendo la Enciclopedia Británica, una especie de Wikipedia humana que hoy es muy difícil de concebir. Cada día de mi cuarentena se ilumina con las ráfagas verbales de esa especie de esfinge que fue Borges, que además de todo es divertidísimo. Él debió disfrutarlo íntimamente. Sobre un escritor dice: “Su bagaje de ignorancia es verdaderamente considerable y variado, acaso universal”. Casi todos los días, durante décadas, Borges comió en casa de Bioy y dejó un epigrama en el aire, que Bioy recogió para la eternidad.
Las primeras quinientas páginas que leí corresponden a un Borges que vive de los treinta a los sesenta años. Ahora que lo retomé, comienza a envejecer y su visión del mundo se ha afilado, aunque también ha ganado en resignación, casi en templanza. Mis propias circunstancias van a cambiar y tendré que dejarlo una vez más, sin pesar: sé que me queda Borges para rato. El separador queda en 1965, yo todavía no nazco y a él le falta mucho para morir.