Julio Trujillo

De la elocuencia

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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En el alba de la sucesión presidencial, pero también cada mañana, el arte de la elocuencia brilla intensamente por su ausencia. Parecemos haber olvidado su importancia y uso, crucial en la antigua Grecia, central en el foro romano, verdadera arma de persuasión en las Cortes y Cámaras, Parlamentos y Congresos de nuestros países a lo largo de los siglos. Sofocada entre mentiras y payasadas, pisoteada por políticos, mercachifles y tiktokers, desplazada con violencia por los vulgares métodos del marketing, la elocuencia parece agonizar.

¡Y son tantas sus virtudes! Antifonte, uno de los diez oradores áticos mencionados por Plutarco, podía curar con palabras los malestares de la mente, pero también disolver certezas con pura persuasión. Isócrates describió su arte como el poder de agrandar lo pequeño y achicar lo grande. Para los espartanos era, ya lo dijimos, un arma, y Platón la ve como el arte de gobernar las mentes de los hombres. Emerson, bellamente, dice que de todos los instrumentos musicales que puede tocar una persona, “una asamblea popular tiene el más amplio compás y variedad”. Lo que el orador desea es algo más que una técnica particular para contar una historia, o para reunir pruebas y argumentar lógicamente, sino “tomar soberana posesión del auditorio”. Emerson una vez más: “A él llamamos artista, quien pueda tocar una asamblea de hombres como un maestro las teclas del piano”.

Y todos somos elocuentes al menos una o dos veces en la vida, poseedores de un hecho incontrovertible que convertimos, como una transubstanciación, en discurso. Scherezada habló y habló con elocuencia para salvar su vida, y los Khan del gran imperio mongol podían tener cautivo a su auditorio por horas, contando las aventuras más extravagantes. Pericles tal vez no era mejor luchador que el rey de Esparta, pero era mucho más elocuente al decir que no había caído al suelo, persuadiendo incluso a quienes lo habían atestiguado con sus propios ojos. De Demóstenes se decía que podía convencerte de alzarte en armas contra ti mismo, y Burke podía hacerte sentir culpable de algo que jamás habías hecho. Pero, por supuesto, las habilidades del vendedor o del abogado no bastan, o estaríamos simplemente en los terrenos de un sofisticado merolico.

El hablante debe ser poseedor de un hecho y saber cómo decirlo: en cualquier nudo de gente, la persona que sabe ganará la atención de sus oyentes, no la que pretende saber, rápidamente desenmascarable (nada más horrible, decía Carlyle, que la elocuencia de alguien que no dice la verdad). Los hechos, pues, y la sólida base del sentido común, ese que guió la mano de Aristóteles, Montaigne, Cervantes… A los hechos y al sentido común debe sumarse un método (para enseñar a ver algo conocido bajo una nueva luz) y el poder de la imaginación, pues todo orador tiene algo de poeta y nada le gusta más a la mente humana que un buen tropo: “condensar la experiencia diaria en un símbolo brillante”. La elocuencia, finalmente, debe reposar en la firmeza de carácter, ser “el mejor discurso de la mejor alma”.

Percepción clara, memoria, poder discursivo, lógica, imaginación, pasión y carácter: éstos son los ingredientes de la elocuencia. Y, claro, un cierto amor por los hechos y la evidencia. Por lo visto, estamos, muy, muy escasos de elocuencia.