La expedición de Utermohlen

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

“El mundo es una mancha en el espejo”. Esta apertura famosa del poema Incurable, de David Huerta, con muchas posibles lecturas (como debe ser), aunque todas ellas en torno a la idea del no reconocimiento propio, es una imagen muy poderosa pero no deja de ser una imagen (la imagen de una imagen, de hecho: un tropo sobre un reflejo): todo es un terrible desbarajuste, la vida misma está fuera de foco, ni yo me reconozco: el mundo es una mancha en el espejo.

Es la elegancia del autoescarnio, que equivale a decir, entre otras lecturas, “soy una mancha”. El mundo no es, el mundo soy. El mundo es yo (porque lo percibo, porque lo concibo), y yo estoy roto, soy un garabato. Es la anagnórisis terrible de la gran resaca, ese momento crítico en que enfrentamos a la cruda verdad frente al espejo.

Imaginemos ahora que nuestro yo (nuestra capacidad de reconocernos y pensarnos a nosotros mismos) haya sido atacado por una enfermedad, y que con el desmantelamiento del yo acontezca una pérdida de la identidad, al grado de ser extraños para nosotros mismos. Hemos perdido la memoria, y entonces, ¿cómo recordarnos? Nuestra configuración facial carece de congruencia, entonces vemos el espejo y lo que comparece es… una mancha. Literalmente una mancha. Cuando lo diagnosticaron con Alzheimer, el pintor William Utermohlen, de sesenta y un años, comenzó una serie de autorretratos que son una impresionante documentación gráfica de su condición: en el arco de un lustro, Utermohlen pintó su enfermedad, y el primer y último autorretratos son tan distintos como la luz y la noche: de un trazo ortodoxo y bien proporcionado, autorretrato a autorretrato, el pintor va perdiendo perspectiva, profundidad, lógica espacial y, claro está, parecido.

Su postrer dibujo es el de un ser contrahecho, garabateado, que parece surgir de la noche de la ciencia ficción. La neurociencia (y la medicina en general y todos quienes estamos interesados en el universo de la demencia) le debe un gesto de gratitud a ese investigador de sí mismo que tomó notas gráficas de la desaparición del ego y de su propia incapacidad de representarse. Sin duda no fue un camino fácil, pero Utermohlen reunió las fuerzas suficientes para ayudarnos a cerrar un poco la brecha inmensa que nos separa del conocimiento de nuestra propia conciencia y de esa enfermedad (azote de nuestro tiempo) que la arrasa. Día a día durante cinco años, Utermohlen se enfrentó al cada vez más difícil desafío de atrapar algo que huía: su propio yo, esa herramienta que funciona como gozne entre la realidad y nosotros mismos. ¿Y cómo sabe el yo que está dejando de ser yo? Una parcial respuesta a esa complejísima pregunta está en la elocuente serie de autorretratos que el pintor dejó a la posteridad, una serie que es un viaje al misterio y corazón de la identidad. La esposa del pintor cuenta que su relación con los espejos fue de gran intensidad, de atracción y rechazo, como adentrarse en un enigma de imposible resolución. Utermohlen fue un explorador que se acercó a las orillas de una terra incognita, y nos dejó el mapa de su expedición: chapeau.

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