La experiencia del amor

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

Es cierto que todos los amantes creen que están inventando el amor, como lo afirma Anne Carson en su libro Eros the Bittersweet, pero el paso del tiempo trabaja incansablemente contra esa supuesta creatividad, transformando la flama del amor romántico en una brasa continua que no es imposible que se petrifique…

Pero incluso en su versión pétrea, el amor puede perseverar, como dice Philip Larkin al final de su poema “Una tumba en Arundel”, tumba en la cual las figuras de un conde y una condesa yacen para siempre tomadas de la mano, convertida esa fidelidad de piedra en su blasón final, corroborando algo que intuimos: “Lo que sobrevivirá de nosotros es el amor”. Entre ambos momentos, el de los amantes que creen que inventan el amor y el de los esposos tomados de la mano para siempre, se dibuja un arco necesario: la experiencia.

La experiencia del amor vivido, gozado, padecido y ya no inventado sino reinventado con la misma constancia con que el tiempo lo pone a prueba, es el tema de la más reciente antología de la editorial Gris Tormenta, titulada precisamente La experiencia del amor. Con un prólogo de Francisco Segovia y textos de Julian Barnes, Carmen Boullosa, Natalia Ginzburg, Elvira Hernández, bell hooks, Eduardo Milán, Leonardo Padura, Nélida Piñón, George Steiner, Mark Vernon y Raúl Zurita, el libro aborda un tema que hoy se vive con prisa y cinismo. La perspectiva de los editores (y hay que elogiar su curaduría) toma el partido de Anteros, el hoy olvidado hermano de Eros que, según Mark Vernon, “aporta la dificultad”: “Anteros pone el valor que se requiere para resistir la fantasía oceánica de desaparecer en los brazos de alguien más y, en vez de eso, se embarca en el difícil proceso de construir una vida a partir del amor”. Basta leer el extraordinario texto de Natalia Ginzburg para entender ese difícil proceso y el valor que requiere: “Él y yo” es un recuento detallado y amoroso (aunque una lectura impresionista lo podría interpretar como un listado de reproches) de las diferencias entre la autora y su esposo, diferencias que, más que separarlos, los acercan, porque se asumen como tales, irregularidades, anfractuosidades que impiden la alineación perfecta entre dos personas y en cambio traen consigo el reconocimiento de un espacio entre ambas (como el espacio entre dos piezas de rompecabezas que no coinciden plenamente), el espacio de la libertad. Es el aporte de Anteros, la dificultad vivida con la serenidad de la experiencia, una dinámica que nos ayuda a entender el proverbio del siglo XVI: “La querella de los amantes es la renovación del amor”. No invención: renovación.

Ahora bien, tanta serenidad, tanta experiencia, no suponen un amor moroso. Nueve tremendas palabras del poeta Raúl Zurita arrojan una luz de relámpago a la cuestión: “Todo amor es urgente porque nos vamos a morir”. Quien no pidió nacer, tiene derecho a pedir amor porque la muerte es su horizonte y su medida: el hermoso luto de Julian Barnes por su pareja demuestra la importancia de un amor activo que sepa reconocer el más sencillo de los milagros: la existencia del otro, su compañía a lo largo de los días y de los años. En ese amor maduro, el arco de la experiencia tiene un cierre deliciosamente anticlimático: la modulación de eros en philia, la callada conquista de la amistad con quien amamos.

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