Entro con cautela y lentitud al pensamiento de Simone Weil (París, 1909-Ashford, 1943), sin la pretensión de entenderlo a plenitud ni, mucho menos, de degradarlo con mis opiniones.
Ya su amigo Gustave Thibon dijo, en 1947, que “los escritos de Simone Weil pertenecen a esa categoría de las grandes obras que sólo pueden ser debilitadas y arruinadas por un comentario”. Y, aunque coincido con ella en que “la mano que sostiene la pluma, el cuerpo y el alma pegados a la mano, con todo su entorno social, son de una importancia infinitesimal para quienes aman la verdad, son infinitamente pequeños en el orden de la nada”, no consigo separar mi pensamiento de su mano, de su persona y de su entorno social, porque esa mujer, infinitamente pequeña, fue un micropunto de resistencia, pureza, pensamiento y vida radicales en los terribles años treinta y cuarenta del siglo pasado, y su ejemplo brilla aún, si bien muy aislado, en estos años nuestros de violencia y narcicismo potenciados. ¿Dónde está la gracia a la que aspiró Simone Weil?
Si algo distingue a Simone Weil es que a su pensamiento lo acompaña una vida ejemplar, pero no en el sentido heroico que daba Carlyle a sus hombres, o representativo, que daba Emerson a los suyos, sino en un sentido diminutivo, de asombroso desprendimiento del yo que llevó a Weil a querer ser “todos” y, después de todos, “nadie”: una operación de resta llevada a cabo a través de un ascetismo sin concesiones, hoy inconcebible. Sí, la maquinaria atroz del siglo XX la engulló, pero ella se entregó voluntariamente al sacrificio, en silencio, evadiendo todo aquello que se pareciera remotamente a lo que hoy llamamos, en tono traumático, “privilegio”. Si rastreamos su vida de atrás hacia adelante, descubriremos que en la raíz de su muerte se encuentra su negativa al privilegio de comer como ciudadano sin privaciones: dotada de una empatía absoluta, Weil, desde Londres, en 1942, sólo se alimentaba con lo correspondiente a los cupones de comida de sus compatriotas en la Francia ocupada, dieta que acabó con su —de por sí— frágil salud.
Así con todo: estudiante brillante de filosofía (ingresó a la Escuela Normal Superior de París con la calificación más alta, seguida por Simone de Beauvoir), fue maestra docente durante un tiempo, pero optó por el trabajo manual, que consideraba crucial para la purificación del espíritu: lo hizo como obrera en la fábrica de Renault y como piscadora de uvas en Marsella, en donde enseñaba aritmética a los campesinos que se dejaran, compartía su fascinación por los Upanishad a una joven incauta y daba cátedra sobre Platón a los patrones. Para ella, todos sus interlocutores eran dignos del más alto conocimiento. Su sueldo lo enviaba a las familias de los prisioneros de guerra. No perteneció a ningún partido ni signo político, salvo al de los oprimidos, de cuyo lado siempre estuvo para “mantener el equilibrio”. Esta idea es central en ella: “Si sabemos de qué lado pesa la balanza social, debemos hacer lo posible para añadirle peso al lado más ligero. Aunque el peso pueda ser algo malo, si lo tratamos con este motivo podemos tal vez evitar que nos corrompa. Pero debemos tener una concepción de equilibrio y estar siempre dispuestos a cambiar de lado, como la justicia, esa fugitiva del campamento de los vencedores”.
Ella optó por seguir a la justicia al campamento de los derrotados, sin vanagloria. Y desde ahí sigue iluminándonos.