No consigo explicarme cómo las activistas de Just Stop Oil no arrojaron sopa Campbell’s a Los girasoles de Van Gogh (el viernes pasado, en un acto de protesta perfecta y globalmente reproducido en todas nuestras pantallas). No es queja: la sopa de tomate Heinz no está mal y funcionó para llamar la atención sobre su causa, pero de haber elegido Campbell’s, lo que fue una apenas pragmática “acción directa” se habría convertido en una sobresaliente colisión icónica en la historia del arte.
¡Los girasoles de Van Gogh, clásica, poderosa y bella imagen de nuestro tiempo, redecorados por la sopa que Andy Warhol reprodujo en serie, pinchando el canon con su ya legendaria agudeza pop! Una instalación fugaz y metamórfica, con el jugo del jitomate esmaltando los pétalos melancólicos de Vincent… Si bien es cierto que un vidrio protegía el cuadro, su propia materialidad, brillante, deslizante y reflejante, habría sido el soporte idóneo para la iconoclasia performativa de la sopa Campbell’s.
Pero el alimento mismo fue una elección perfecta (y no lentejas, o puré). Cuando, en marzo de 1883, Van Gogh vio cómo se distribuía sopa en un comedero público de La Haya, de inmediato produjo una serie de bocetos in situ, que posteriormente le servirían para la realización final de su conocido dibujo al carboncillo. Sopa y patatas: comida básica que el artista incorporó en su visión de una vida difícil, pero simultáneamente hermosa. En una de sus odas, Neruda dice “la pobre sopa”, en un hábil giro retórico que atribuye la miseria del hombre a ese particular elemento de la canasta básica. No es, en fin, necesario abundar en ejemplos: sabemos lo que la sopa significa y podemos apreciar, no sin emoción estética, ese preciso momento en que estalla sobre Los girasoles. Es por ello que no es fácil coincidir con el comentarista que se preguntó (y respondió): “¿La punzada de horror, repulsión y rabia que uno siente cuando la sopa golpea? Es el arte interactuando con las partes de tu sistema nervioso que han sido colonizadas por el capital”. Y no es que yo quiera ignorar deliberadamente el factor “capital” en la protesta del museo de Londres: reconozco que es parte crucial de esta pequeña historia, y que el capital es a veces muy malo y que probablemente ha colonizado parte de mi sistema nervioso, pero confieso con toda modestia que mi punzada poética es probablemente más poderosa que mi punzada capitalista, y no pude evitar sentir un recóndito placer cuando el rojo de la humilde sopa manchó pasajeramente el amarillo solar de las flores (pintura cuyo valor, sí, sí, supera los 84 millones de dólares ).
Es icónico ese momento en nuestra imaginación y lo fue en los breves segundos del pasado viernes en que una nueva imagen, una veloz estampa, fue concebida, una obra de arte efímera y sin firma, “girasoles con sopa” ejecutados con rabia e impaciencia, emitiendo un mensaje rebasado por la belleza misma de sus ingredientes, por su gravitación histórica y la evidencia plástica de sus colores. No dura nada: es de inmediato una nota periodística, pero algo hubo y hay que deberíamos retener para la historia de los grandes momentos intangibles. Girasoles con sopa.