Historia de un machete

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
Julio Trujillo La Razón de México

En la casa en que nos estábamos quedando hay tres palmeras hermosas, altas y en ese entonces pletóricas de cocos. Un joven (casi un niño) me propuso “limpiar” las palmeras y acepté. Delgadísimo, cocinado por el sol, sin un par de dientes, me dijo que lo apodaban La Araña y procedió a mostrarme por qué, trepándose a la primera palmera entre risas, con gran maña y velocidad.

Allá en la altura comenzó su trabajo y unos minutos después dejó caer, sin haberlo amarrado antes, un racimo de cocos sobre una banca artesanal que no se nos había ocurrido quitar del lugar. Si un solo coco desplomándose es mortal, hay que imaginar el peso de un racimo: un verdadero obús que pulverizó la banca, haciendo saltar astillas por todos lados. Todo un destrozo. La Araña terminó de limpiar la primera palmera y, contrariado, le dije que ya no siguiera con las otras dos. Ahí mismo abrimos un par de cocos con su machete y al amparo de esa agua dulce y fresca negociamos: La Araña no tenía un peso para pagar la banca, obviamente, le dije que no se preocupara pero que volviera, que yo tendría un presupuesto para arreglar la banca y que dividiríamos el costo, ya veríamos cómo, pero de entrada le pedí un machete para mí, para abrir los otros cocos. Así lo prometió y se fue, con un racimo de cocos sobre la espalda, como pago por su trabajo. Una especie de Pípila del trópico.

Fui señalado como cándido e inocente, como alguien con demasiada confianza en la condición humana. La Araña no va a volver nunca, me dijeron todos. La verdad es que tenía toda la pinta de un pillo profesional, pero lo defendí y aposté a que volvería. Pasaron los días y las semanas y no tuve ninguna noticia suya: La Araña se había desvanecido, dándole la razón a la desconfianza y al escepticismo. Recordé una anécdota que, creo, es de Thoureau: alguien pierde un hacha y de inmediato sospecha de su vecino, quien se le figura, durante todos esos días en que el hacha no aparece, como un ladrón, un manos largas, una persona sin principios: toda la luz a su alrededor cambia, pues es un criminal; luego el hacha aparece en un rincón donde había sido olvidada y el vecino de inmediato vuelve a tener la apariencia de una persona decente… Somos muy rápidos para juzgar. Y sí: un buen día, cuando ya la anécdota se estaba olvidando, La Araña se materializó en nuestra puerta, con una sonrisa desdentada y un machete extra como pago. Él y un colega limpiaron las otras dos palmeras y nos dejaron llenos de cocos gigantes y un machete para abrirlos y disfrutarlos. No mencionamos la banca: su deuda quedó implícitamente saldada. El machete (usado y feo) se convirtió, para mí, en un símbolo de que somos esencialmente buenos y de que, también, somos esencialmente hermanos. El agua de esos cocos, bajo un calor de fuego, adquirió un doble valor: ser un agua natural y merecida (sólo nos permitimos beberla después de correr, y abrir un coco tiene su técnica) y ser el agua de la fraternidad.

Luego nos mudamos de casa, dejé el machete en la entrada y al primer día me lo robaron. Tal cual. Me confié: lo dejé totalmente a la vista. No quiero apresurarme a sacar conclusiones. Prefiero creer que esta historia no ha terminado y que hay muchos más cocos por abrir.

Temas: