Hojeando el futuro

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Hablando de listas de libros, vale siempre la pena recordar (y contrastarla con nuestra experiencia de lectores) aquella “biblioteca personal” de Jorge Luis Borges, que le encargó la editorial Hyspamérica en 1985.

La lista constaría de cien libros recomendados por el gran autor argentino, pero Borges murió en 1986 y sólo alcanzó a seleccionar 74. Son libros con tapas duras, grises, con tipografía dorada y la silueta del perfil de Borges como icono representativo. En todo hogar que se respete, hay al menos un ejemplar de aquella legendaria colección. Colección que incluye, anotemos de paso, a Rulfo y a Arreola, y también otros títulos hoy menos frecuentados, como Las variedades de la experiencia religiosa, de William James, hermano de Henry, título que fascinó a Wittgenstein en sus años de Cambridge. Me llama la atención, al auscultar esa lista, el antepenúltimo libro: Un experimento con el tiempo, de J. W. Dunne.

El problema del tiempo obsesionaba a Borges, y el postulado de Dunne (para resumirlo groseramente en cinco palabras: que ya existe el futuro) no podía sino llamar poderosamente su atención. Uno de los argumentos de Dunne para defender la existencia del porvenir en el presente fue la experiencia de los sueños premonitorios, que corroboran nuestra posesión de la eternidad. Algunos sueños son vistazos al futuro inmediato, dice Dunne, y pone como ejemplo un sueño que tuvo en 1899 en una estancia en un hotel en Sussex: estaba discutiendo con uno de los meseros sobre la hora correcta, Dunne afirmaba que eran las cuatro y media de la tarde, y el mesero que lo eran, pero de la madrugada. Dunne concluyó, en el sueño, que su reloj debía haberse parado, y procedió a sacarlo de su chaleco y comprobar que, en efecto, el reloj se había detenido con las manecillas marcando las cuatro y media. Entonces se despertó y, claro, buscó su reloj, pero para su sorpresa éste no estaba en la mesita de noche sino en la cómoda, congelado justo a las cuatro y media. La explicación parecía obvia: el reloj debió pararse en la tarde previa, Dunne debió darse cuenta, luego olvidó el dato y lo recobró en el sueño. Satisfecho con la explicación, Dunne le dio cuerda al reloj, pero, sin saber qué hora era, dejó las manecillas como estaban. Al salir a la calle al día siguiente, Dunne buscó un reloj para ajustar el suyo, que debía estar desfasado por muchas horas si se había detenido la tarde anterior y él sólo le había dado cuerda al despertarse del sueño. Pero, para su asombro, descubrió que las manecillas sólo habían perdido dos o tres minutos, más o menos el tiempo que debió pasar entre su despertar del sueño y darle cuerda al reloj, lo que sugería que el reloj se había parado en el momento exacto del sueño. Probablemente, al no escuchar el acostumbrado tic-tac, Dunne soñó lo que soñó, pero ¿cómo pudo ver en el sueño que las manecillas estaban dando las cuatro y media? Fue un atisbo de futuro.

Schopenhauer, nos recuerda Borges, dijo que vivir y soñar son hojas de un mismo libro, y que leerlas en orden es vivir; hojearlas, soñar.