Quien ha cruzado sus pasos con los suyos reconoce de inmediato esa fuerza de la naturaleza que es Jorge F. Hernández: expansivo, chistoso hasta el dolor, inteligente, generoso, devoto de la amistad, de la buena conversación y de la buena vida. Pero no una buena vida en un sentido ideológico, “burgués”, sino por la calidad de su tramado y por la solidez de sus fundamentos. Un hombre tan jovial que nos hace sospechar de inmediato de los contrapesos melancólicos con los que muy probablemente también convive, como aquel Garrick del “poeta del hogar”.
Su presencia transforma cualquier situación normal en una experiencia memorable, iluminada por su inagotable sentido del humor pero sobre todo por su talento para conectar, para trasladar el mensaje, para hacerte sentir que te habla un hermano de toda la vida. Sus amigos, aunque a veces la distancia nos silencie, sentimos que formamos parte de un club (no pequeño) de absoluto privilegio, por poder coincidir con una personalidad impar que ha llegado para mejorar nuestros días. Y no todo es alegría: en las malas (que es donde se calibra una amistad) ahí está Jorge también, como yo mismo lo he podido atestiguar en momentos difíciles. Todo esto sin apenas mencionar al lector voraz (que tuvo un perro de nombre Chesterton y ahora otro de nombre Orwell), al brillante escritor y al extraordinario editor, es decir a la persona constantemente rodeada de libros, de su magisterio, de su compañía. Todas estas virtudes hacen de Jorge un gestor cultural natural, un embajador del arte, un promotor de la lectura como no los hay. ¡Qué fortuna contar con él para cualquier proyecto cultural!, ¡es como fichar a Messi! Es por ello que México y España estaban de fiesta con Jorge como agregado cultural, alguien que tiene, además, un romance declarado con la ciudad de Madrid. Imposible superar a un conector natural así. Neruda dijo de García Lorca que era un “multiplicador de la hermosura”, y copiando ese enunciado yo puedo decir que Jorge es un multiplicador de la alegría —y con ésta— de la alegría de leer.
Cuesta trabajo creer que a ese tesoro nacional lo hayan cesado del trabajo que nació para hacer, para el enorme beneficio de nuestros dos países, por razones de intolerancia a la crítica. ¿No es el disenso un ingrediente básico de cualquier democracia? ¿No es el derecho a la discrepancia una señal de salud civilizatoria? La intolerancia a la crítica desenmascara a nuestro gobierno, lo infantiliza y lo vuelve peligrosamente tiránico, además de bruto, porque pierde a una pieza clave en la promoción cultural de nuestro país. Si algo se ha extrañado en este lamentable episodio es precisamente diplomacia cultural, un poquito de mano izquierda, en lugar de dar un autoritario golpe en la mesa que lo único que hace es mostrar los verdaderos colores de quien lo da, ah, y desatar una avalancha de solidaridad con Jorge que corrobora su inmenso valor, el cariño que le tenemos, la admiración que nos provoca y la rabia de ver tanto talento desperdiciado por un capricho. Ellos se lo pierden. Él nunca nos perderá a nosotros.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.