Conviene salir siempre con un lápiz. El escritor Henry David Thoreau (1817-1862) lo hizo todos los días de su vida adulta (igual que Vincent Van Gogh, a quien tanto se asemeja en carácter, salía siempre con un carboncillo), ya fuera para hacer esbozos de la flora y fauna de Concord, para catalogar sus cajas de insectos, para anotar medidas, para hacer listas o para escribir su diario, que consta de catorce volúmenes.
Claro que la relación de Thoreau con los lápices no era como la de cualquier otra persona, pues durante una época de su vida se dedicó a fabricarlos, e incluso inventó un modelo de lápiz que muchos especialistas no dudaron en calificar de perfecto. El oficio lo aprendió de su padre (uno de sus biógrafos anota: “Padre e hijo se pasarían horas y días juntos fabricando lápices, sin apenas despegar los labios”), pero Thoreau rápidamente buscó una manera de perfeccionar el lápiz convencional que entonces se producía en Estados Unidos, y la encontró, sin ser químico, con una aleación de grafito de molido fino y arcilla. Los lápices “Thoreau” llegaron a ser los más vendidos de su país, y los principales rivales de los de fabricación europea, permitiendo que su familia, que no tenía dinero, disfrutara paulatinamente de una situación más holgada. Cuando sus amigos celebraron el invento de Thoreau y le indicaron que su camino a la riqueza había comenzado, él atajó que nunca fabricaría un lápiz más: “¿Para qué? No volvería a hacer lo que ya hice una vez”. Decisión y sentencia que lo pintan de cuerpo entero.
Con sus lápices, Thoreau escribió el célebre libro Walden, y con las ganancias de sus ventas pagó para que fuera publicado. Se va entendiendo la relevancia de esa herramienta en su vida, que se caracterizó por ser industriosa, creativa, pragmática. Tal era su conocimiento de aquel objeto, tal su cercanísima relación con él, que (cuenta su amigo y maestro Emerson), de una caja con lápices sueltos, podía meter la mano y sacar siempre una docena. No era un fetiche, cabe aclarar, sino una herramienta indispensable que, además, él mismo contribuyó a afinar, pero ese aspecto de su vida suele olvidarse, así como un lápiz suele subestimarse… ¿Quién le hace justicia al lápiz? Ese delgado cilindro de grafito nos ha dado muchísimo, y muchas ideas e imágenes se hubieran evaporado en su propia fugacidad de no haber tenido un lápiz a la mano. Un lápiz puede registrarlo todo. Escribió Thoreau: “El otro mundo es todo mi arte. Mis lápices no quieren dibujar otra cosa”. Puente tendido al otro mundo, a la otra orilla, el lápiz de Thoreau es mucho más que un lápiz, es su trascendencia. Es probable que también haya sido su fatalidad, la causa de su muerte prematura, que tanto respirar esos aires densos de la fábrica de su padre, aires cargados de grafito, haya provocado que sus pulmones colapsaran a los 44 años. Se consumió rápidamente esa vida genial y singular, como esos lápices de dos puntas cuyo final es su propio centro.