No le pregunten a San Agustín

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

A la mitad del capítulo XI de sus Confesiones, San Agustín se pregunta célebremente: “¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Si quisiera explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”. Detrás de ese razonamiento hay un mundo de deducciones y frustración, esa extraña sensación que todos compartimos: la del paso del tiempo, que sentimos en la sangre, y la imposibilidad de formularlo lógicamente desde la fugacidad del presente.

El pasado y el futuro no existen, y el presente, si lo fuera siempre, sería más bien eternidad… A San Agustín lo asalta el vértigo: “¿Cómo decimos que existe el presente, si su razón de ser consiste en dejar de ser, de modo que en realidad no podemos decir que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no existir?”. Es un capítulo extraordinario lleno de preguntas, paradojas, silogismos y argumentos encontrados que, rumbo al final, se condensa en esta “confesión”: “¡Ay de mí, que no sé siquiera lo que ignoro!”.

El enigma central reside en la duración, que es tiempo sucediendo, y en su evasión de nuestro marco mental. ¿Son mucho cien años?, se pregunta Agustín, y se responde: el año que transcurre es presente, pero los noventa y nueve restantes son futuros; al pasar el año que transcurre, será pasado, habrá un segundo año presente y noventa y ocho futuros. Los años, no obstante, se dividen en meses, y sólo está presente el mes que transcurre, siendo los demás pasados o futuros. Pero los meses se dividen en días, y sólo está presente el día que transcurre, que a su vez se divide en horas, que a su vez… ¿Dónde está entonces el tiempo que podemos llamar mucho tiempo? El santo adopta un tono imperativo, que nos gusta: “Si las cosas futuras y las cosas pasadas existen, quiero saber dónde están”. La duda es ampliamente compartida, y ni siquiera la física cuántica, con sus cuerdas, conos y vectores, ofrece una respuesta contundente. Agustín se ofrece a sí mismo una explicación posible, que a su vez abre otro horizonte de preguntas: “Cuando recuerdo y describo la imagen de mi niñez, la veo en el presente, porque todavía la tengo en la memoria”. Ah, la memoria, ese océano de la conciencia. Pero, ¿y el futuro? Agustín abandona el ejemplo de la infancia y pasa a hacer uso del sol, del sol que vendrá: “La propia salida del sol, si no la imaginara en mi alma, como ahora cuando hablo, no podría predecirla”. Todo parece con-

fluir en el escurridizo presente en el que navegamos.

Es como cantar una canción que sabemos: antes de cantarla, nuestra espera se extiende a toda la canción; al irla cantando, “se prolonga el recuerdo y se acorta la espera hasta que llega a desaparecer del todo, cuando toda aquella acción ya terminada pasa a la memoria”. Lo mismo sucede con la vida total de un ser humano y con la vida completa de la humanidad, que parecería balancearse, como un equilibrista, entre el recuerdo y la anticipación. El misterio del tiempo persevera. Yo me quedo, por lo pronto, con estas palabras del buen San Agustín: “El presente de las cosas pasadas es la memoria. El presente de las cosas presentes es la visión. El presente de las cosas futuras es la espera”.

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