El mar que quita y da

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
Julio Trujillo La Razón de México

La pandemia sumió al pueblo pesquero de Guaca, en Venezuela, en una crisis profunda sin salida a la vista. Los clientes de la pesca de sardinas y atún para enlatar han dejado de comprarle a los pescadores, cerrado sus bodegas y fábricas de enlatado y cortado el mínimo flujo de ingresos de aquella gente de la costa. Hasta que en septiembre Yohan Lares, un joven pescador de veinticinco años, vio algo brillar en la arena.

Era un medallón de oro, y junto a él una imagen de la Virgen María. “Es la primera cosa buena que me ha pasado en la vida”, dijo Yohan al New York Times. Corrió la voz: los dos mil habitantes del pueblo han encontrado, desde entonces, diferentes piezas que arroja el mar, sobre todo anillos de oro. Las venden para comprar comida. No se ha desentrañado el origen del tesoro, pero ya cunden las fábulas y las leyendas, y también la teoría —no del todo inverosímil— de que ha sido sembrado por el gobierno… El mar, que quita y da, está lleno de misterios así.

En las orillas, donde el mar y la tierra se comunican milenariamente, se han hallado aviones de guerra, pianos, mensajes en botellas y cientos, miles de zapatos (provenientes de contenedores hundidos o, a veces, de náufragos fantasmales). Sobre los zapatos nones (que son, junto con los calcetines, todo un género literario), Daniel Defoe le hace decir a Robinson Crusoe en las primeras páginas de su historia inmortal: “…pensé en todos mis camaradas ahogados, y en que no se había salvado ningún alma salvo la mía; nunca los volví a ver, ni a ninguna señal de ellos, excepto tres de sus sombreros, una gorra y dos zapatos que no eran compañeros”. Toda una historia podría escribirse sobre esos dos zapatos that were not fellows.

Los milagros abundan. Álvaro Cunqueiro cuenta que en las costas de Galicia, en el mar de San Ciprián, apareció una vez una ballena enorme como el Leviatán. Su cola levantaba olas gigantes, y en la noche su voz se oía dos leguas tierra adentro. Algunos marineros notaron que, cuando sonaban las campanas de la parroquia, la ballena se acercaba a tierra y suavizaba su lamento. Le avisaron al obispo, hoy San Gonzalo, quien decidió ir allá porque los pescadores le temían a la ballena y habían dejado de trabajar, pasando hambre. El animal y el santo se miraron, la ballena murmuró algo al hombre, éste la bendijo y pidió que lo introdujeran en la boca del cetáceo, donde San Gonzalo desapareció. Al poco tiempo reapareció con una imagen en los brazos, “una imagen de la Virgen con el Niño, de menos de una vara de alto, muy bien vestida de azules”. La ballena se fue como vino. El milagro está pintado en un tríptico de Urbano Lugris.

Yo no le pido nada al mar salvo el mar mismo, el privilegio de su cátedra y compañía en estos tiempos extrañísimos. Un proverbio tahitiano dice: “El coral medra, la palma crece, pero el hombre muere”. Ante esa lección de fugacidad, de impermanencia, la vida parece adquirir nuevos colores y todas las olas parecen nuevas, diferentes. Y lo son.

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