La migaja

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

“Echar a rodar nuevos corazones sólo se concibe por una fe continua y sin sombras o por un amor extremo”, alegó Ramón López Velarde en menos de diez párrafos de prosa angélica o diabólica que famosa y elegantemente no buscaron enmendar la plana de la fecundidad, pero sí argumentar con belleza por qué él, soltero, tigre que describió ochos en el piso de la soledad, poeta sin la urgencia de avanzar a ningún lado (y ser padre es avanzar), no quiso tener hijos ni perder la paz para siempre.

Es un texto memorable, acaso una defensa de la poesía como “hijo negativo”, una apuesta por la resistencia como obra maestra.

Romper la condena de la fiera enjaulada en su propia soledad, es decir, traicionar ese pacto con uno mismo que es el celibato, sólo se puede hacer desdoblándose en un hijo, según el poeta de Jerez, quien coincidía en esa creencia con otro poeta, pero inversamente, pues Miguel Hernández declaró con cierta urgencia: “Necesito extender este imperioso reino, / prolongar a mis padres hasta la eternidad”. Los abuelos se ensanchan en los nietos usando a la generación intermedia como un gozne de fertilidad, y para López Velarde esa dilatación implicaba renunciar al ideal (¿el ideal del arte?) y, al mismo tiempo, condenar a esa alma nueva a la pesadilla terrestre, cuya ley diaria parece ley de mendicidad… Negar la vida, en cambio, es un albedrío casi divino. ¡Qué difícil refutarlo! En nuestra ciega multiplicación se delata, acaso, una inercia que no se detiene a razonar sus motivos para poblar esta estrella en la que vivimos con una depredación tan abundante como mediocre. Negar requiere una afirmación, la gallardía del no, en tanto que afirmar tan sólo requiere no negar e ir por la vida dando besos feraces, proliferantes. Nuestra multiplicación ha sido la del virus.

Pero, pero… desde la dignidad de nuestro propio sufrimiento alcanzamos a ver, también, en los ojos de la mujer que lo robustecerá, al hijo que valdrá más que nosotros. ¿Callaremos las lecciones de la vida con una muerte definitiva y sin testamento?, ¿taladraremos nuestra soledad sin arrebatarle un solo gajo a la epopeya del vacío?, ¿la enorme suma de nuestros errores no arroja una migaja de sabiduría que entregar aunque sea de rodillas y pidiendo perdón?, ¿dejaremos de eslabonarnos con el futuro, con el sencillo y crucial anuncio de que amanecerá? En el horror anida la belleza, y pretender salvar al hijo de la oscuridad de la noche también es negarle la visión del alba: ese solo saber, esa constancia, ya vale suficiente para ponerlo a colgar de un beso e invitarlo a que constate, con nosotros, que la vida también es formidable.

Agobiados por las pesas del asco, los hijos positivos también tendrán acceso a la gravedad de la gracia. El patrimonio de las cosas que hemos visto, leído, sospechado, no debe desaparecer con la arrogancia de nuestra infecundidad: que ellos también accedan a la dignidad del discernimiento y al oxígeno de la libertad de fracasar mejor. No serán nuestra obra maestra, sino la constancia de nuestra determinación, de nuestra perseverancia por seguir investigando.