A casi cincuenta años de acaecida, la muerte del poeta Pablo Neruda (que se cumple este 23 de agosto), aún espera una versión oficial, después de décadas de denuncias, exhumaciones, peritajes e investigaciones que no han sido concluyentes y que se espera sean zanjados de una vez por todas el próximo mes de marzo cuando la jueza Paola Plaza, después de haber estudiado los expedientes, emita su fallo.
La versión de una súbita muerte por cáncer de próstata, sólo doce días después del golpe de Estado al gobierno de Salvador Allende y un día antes de la salida del poeta rumbo a México, parece no sostenerse ya, y menos aún con los recientes resultados del último de tres análisis forenses que se han hecho a los restos del poeta, y que parece confirmar (en versión del sobrino de Neruda) la presencia de una bacteria venenosa en su esqueleto.
Pero, ¿cómo empezó todo? Por qué razón el poeta no ha podido tener el “descanso de piedras y de lana” que pedía en Residencia en la tierra? La reputación de Neruda se ha visto seriamente dañada por su propia confesión de una violación (cuando era un joven diplomático en Ceilán) y por el abandono de su hija, Malva Marina, quien padecía de una enfermedad neurológica y que murió a los nueve años de edad. A esos hechos se les suma ahora la controversia sobre su muerte, detonada por la denuncia que hizo su chofer, Manuel Araya, a la revista Proceso en 2011. El testimonio de Araya, único testigo directo que sobrevive, está en el centro de todo y parece apuntar a una estrategia del poeta para salir del país, rumbo a México, por razones médicas. Así lo recordó para El País: “El embajador de México [Gonzalo Martínez Corbalá] le ofrece asilo a Neruda. El día 14 llegan los militares y allanan la casa. Nos asustamos. Neruda habla con su médico, el doctor Roberto Vargas Salazar, quien le dice que el 19 de septiembre en la Clínica Santa María se iba a quedar vacía la pieza 406. Los militares no le querían dar el salvoconducto, así es que se tuvo que decir que estaba mal y debía salir para recibir tratamiento; la única forma de sacarlo era por razones humanitarias”. El 23 de septiembre, después de haber dejado a Neruda unas horas en el hospital con su hermanastra, el chofer encuentra al poeta con la cara roja y, al preguntarle qué ocurría, responde: “Me pusieron una inyección en el estómago y me estoy quemando por dentro, me estoy quemando”. Si ya se encontró la “bala” que lo mató (la bacteria clostridium botulinium), faltaría dar con la imposible pistola humeante, pero no hay dudas de lo incómoda que era la figura de Neruda para la incipiente dictadura de Pinochet.
Sobre dicha incomodidad, coincidimos plenamente con la poeta Jorie Graham, quien dijo recientemente sobre Neruda: “Cumplió con su deber. El deber de la poesía es asustar a un notario con un lirio cortado, resistir, dar testimonio, contar noticias, que permanezcan noticias, hacer que nada suceda de formas que aterroricen a los opresores.”
La poesía persevera a pesar nuestro, a pesar de las controversias y del dictamen que se emita sobre los huesos del hombre.