La ofrenda desbordada

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
Julio Trujillo La Razón de México

Siempre he pensado que Bajo el volcán es una novela perfecta que trata un tema difícil: la caída de una persona, su autodestrucción y final. Es ligeramente alucinante, como lo es la embriaguez del mezcal, y la prosa de Malcolm Lowry consigue envolvernos de tal forma que ya no juzgamos a Geoffrey Firmin, su protagonista, sino que descendemos con él.

Bien, pero ¿por qué (me lo pregunto cada 2 de noviembre desde hace años) situar esa perfecta y terrible combustión humana en el contexto de nuestro día de muertos? , ¿no es demasiado fácil, tautológico, incluso folclórico? Lowry cede a la tentación de ritualizar su historia tropicalizándola y muerde, como casi todos nosotros, el anzuelo de la “muerte a la mexicana”, esa supuesta relación especial que tenemos con el final de la vida, desdeñosa, festiva, carnavalesca, no carente de distancia e ironía. Las últimas horas de Firmin parecerían ser absorbidas, y casi justificadas, por esa sublimación. La espiral del alcoholismo filtrada por un mito mexicano (y, claro, por la literatura).

Pongo una ofrenda y pienso en eso, en que nuestra relación con la muerte, si algo tiene de especial, es que ya no cabe en un altar, se ha desbordado. Mi colega Humberto Beck lo dijo muy bien recientemente: la nuestra es una violencia sin relato que la enmarque ni ideología que la justifique, mucho menos tiene una iconografía que la fije. Ojalá se pudiera escenificar, con cientos de miles de fotos, nombres y apellidos, con una veladora para cada persona abatida por la violencia mexicana. Ojalá existiera esa nómina. La muerte por violencia, los feminicidios, el saldo sangriento del narcotráfico han desterrado la ironía y el desdén, si es que alguna vez los hubo. Le comento esto a Lucy, que es inglesa, y que ha estado festejando el colorido naranja del altar. Le digo que acaso ese filtro ya no funcione, que tal vez la realidad haya venido a demoler la tradición. Tal vez la Revolución Mexicana haya desembocado en el PRI y en una ofrenda de muertos, pero esos tiempos han pasado. Me responde que la Primera Guerra Mundial también careció de relato, que fue una carnicería atroz e inexplicable, y que en lugar de darle un cauce, desahogarla de alguna manera, condenó a los ingleses a un mutismo negro, a un luto sin expresión, a un dolor flemático y victoriano. La ofrenda es para ella una expresión saludable, bella incluso, que aligera el trauma de la muerte sin pretender con ello ignorarlo o darle la espalda. Es innegable que la muerte en México ha perdido toda proporción y que incluso al lenguaje se le escapa, pero también lo es que en el pequeño espacio de una ofrenda podemos reconciliarnos con nuestro pedacito de fatalidad y, por qué no, proporcionarle un colorido.

Todo muerto tiene un deudo, además, una madre, un hermano, unos hijos. Si la estadística de la violencia en nuestro país es brutal, su reducción a una sola familia rota no lo es menos, y esa minúscula comunidad quiere, una vez al año, encender una veladora para no olvidar, y está muy bien que así lo haga.

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Julio Trujillo